LOS DOS ASILOS

POCO después de aquellas rivalidades entre el Patronato y el Centro Obrero, que apasionaron los ánimos hasta un extremo jamás conocido en Castro Duro, ocurrió otro motivo de agitación.

Había en el pueblo dos asilos: la Beneficencia Municipal y el Asilo de Hermanitas de los Pobres.

La Beneficencia Municipal tenía bienes propios, y estaba organizada sabiamente; se permitía salir a los viejos del asilo, no tenían uniforme y se les dejaba beber de cuando en cuando una copa. En cambio, en el Asilo de las Hermanitas la disciplina era severísima: tenían todos que ir uniformados con un uniforme horrible, que los pobres odiaban; asistir de comparsa a los entierros de las personas pudientes, rezar a cada paso, y, además, les estaba prohibido, bajo pena de expulsión, el fumar o el beber una copa.

Así que sucedía que había viejos abandonados que si no encontraban plaza en la Beneficencia se dejaban morir en cualquier rincón, antes de ponerse el para ellos infamante uniforme del Asilo de las Hermanitas.

Este asilo no tenía rentas, porque se las habían ido comiendo sus católicos administradores. Al Padre Martín, en vista del mal estado económico de la fundación, se le ocurrió fundir los dos; hacer del municipal y del religioso un sólo asilo, y someterlo a la regla estrecha del religioso. Lo que quería el Padre Martín era que las hermanitas mangonearan, y que las rentas de uno sirvieran para los dos.

César conminó al alcalde con su destitución si aceptaba aquel arreglo, e insistió con los concejales liberales para que no permitiesen la fusión, que sólo convenía a la gente clerical.

Efectivamente, el proyecto fracasó, y César regaló al Asilo municipal dos barriles de vino blanco y tabaco en abundancia, lo que produjo un gran entusiasmo entre los viejos, que vitorearon al diputado del distrito.

César marchaba a caballo sobre la situación; pero a medida que avanzaba y las simpatías populares iban hacia él, la campaña clerical arreciaba; en casi todos los sermones se aludía a la inmoralidad y a la irreligión que dominaban en el pueblo; se buscaba el apoyo de las mujeres y se les exhortaba a influir en los maridos, en los hermanos y en los hijos para que se separasen del Centro Obrero.

Las antiguas pláticas del púlpito comenzaron a parecer sosas, y el día de la fiesta, en la Virgen de la Peña, un joven predicador lanzó un sermón elocuente, violento y autoritario, amenazando con las penas eternas a los que perteneciesen a Círculos sectarios y no volviesen al seno amoroso de la Iglesia. El discurso causó grandísima impresión y hubo algunos infelices que días después se dieron de baja en el Centro Obrero.