EN PARÍS

AL llegar a París, de noche, dejó el equipaje en el mismo hotel de la estación del muelle de Orsay. Telegrafió al ministro y a Alzugaray sus señas, e inmediamente fue a buscar a Carlos Yarza. No pudo dar con él hasta muy entrada la noche. Explicó a su amigo lo que le traía, y Yarza le dijo que estaba a su disposición.

—Cuando me necesites, avísame.

—Bueno.

César se fue a acostar, y a la mañana siguiente se dirigió a la casa de banca de la calle de Provence, donde tenía que cobrar el cheque entregado por el ministro de Hacienda.

Entró en la casa de banca y preguntó por el jefe. Salió un empleado y le explicó que al llegar al hotel se le había extraviado un cheque de tres mil francos, precisamente del ministro de Hacienda español. Se dio a conocer como diputado, como amigo íntimo del ministro y se manifestó muy enfadado. El jefe de la sección le dijo que ellos no podían hacer nada más que tomar nota del nombre y no pagar si alguno se presentaba con el cheque a cobrarlo.

—¿Ustedes no trabajan con el ministro? —preguntó César.

—No, muy rara vez —dijo el jefe.

—¿No saben ustedes quién es su banquero habitual?

—No; lo preguntaré, porque es muy posible que el jefe de la casa lo sepa.

Salió el empleado y volvió poco después, manifestando que, con quien se decía que tenía relaciones el ministro de Hacienda español era con la casa de Recquillart y Compañía, de la rué Bergere.

La calle esta se hallaba cerca, y César tardó muy poco en llegar a ella. La casa era oscura, iluminada con luz eléctrica, a pesar de ser de día, de esos rincones clásicos de judío usurero en donde se amasan las grandes fortunas.

No era cuestión de emplear el mismo pretexto que en la calle Provence, y César pensó en otra cosa.

Preguntó por el señor Recquillart, y apareció un señor grueso, entre rubio y canoso, con el cráneo sonrosado y anteojos de oro.

César le dijo que era secretario de un minero rico español que se encontraba en París. Este señor quería intentar negocios de bolsa, pero no podía acudir a la casa de banca por hallarse enfermo con una hidropesía.

—¿Y quién le ha recomendado nuestra casa a ese señor? —preguntó el banquero.

—Creo que ha sido el mismo ministro de Hacienda de España.

—¡Ah! Sí, muy bien, muy bien. ¿Y cómo nos vamos a entender con él? ¿Por intermedio de usted?

—No, me ha dicho que preferiría que fuese un empleado que supiese español para darle sus órdenes.

—Está muy bien, irá; tenemos un empleado español precisamente. ¿A qué hora tendrá que ir? —dijo el señor Recquillart tomando un lápiz.

—A las nueve de la noche.

—¿Por quién preguntará?

—Por el señor Pérez Cuesta.

—¿En qué hotel?

—En el mismo de la estación de Orsay.

—Está muy bien.

Saludó César, y después de mandar un aviso telefónico a Yarza, citándole para después de la Bolsa en el café Riche, tomó un automóvil y se fue en busca del gran financiero Dupont de Sarthe. Este vivía en la otra orilla del Sena, cerca de la estación de Montparnasse.

Tenía un despacho grande, suntuoso, con una enorme biblioteca. Dos escribientes trabajaban en mesas pequeñas colocadas delante de los balcones, y el maestro escribía en una gran mesa de ministro, llena de libros. Al presentarse César, el gran economista se levantó, le dio la mano, y hablando con una voz aguda y un acento parisiense le preguntó qué deseaba.

César le dijo lo que pedía el ministro, y el gran economista se indignó.

—¿Es que cree ese señor que estoy a su servicio para comenzar un trabajo y dejarlo cuando a él le parezca, y volver a tomarlo cuando él lo ordena? No, dígale usted que no. Que el proyecto que me pide no está hecho, ni terminado; que no le puedo dar ningún dato ni ninguna indicación.

César, en vista de la indignación del maestro, no replicó y se fue a la calle. Comió en su hotel, indicó que si alguno traía alguna carta o aviso para el señor Pérez Cuesta lo recogieran, y fue de nuevo a la calle de Provence, donde dijo que había tenido la suerte de encontrar el cheque.

Con todas estas idas y venidas habían dado las tres, y César se dirigió al café Riche. Yarza se encontraba allí y hablaron los dos largamente. Yarza conocía las maniobras del ministro de Hacienda, y dio su opinión acerca de ellas, con su gran conocimiento en las cuestiones bursátiles. Conocía también al dependiente de Recquillart, el catalán Puchol, de quien tenía una idea no muy buena.

Se citaron los dos amigos para el día siguiente y César corrió a su hotel. Escribió al ministro diciéndole cuáles eran las bases del proyecto de Dupont de Sarthe, y entre sus ideas acerca del asunto y las que había expuesto Yarza, pudo enjaretar un plan bastante completo.

—El ministro, como es un hombre que no entiende nada de esto —pensó César—, al saber que las ideas que le expongo son del ilustre Dupont de Sarthe, le parecerán una maravilla.