UN día de Nochebuena Alzugaray fue a buscar a César por la mañana. Sabía dónde encontrarle y marchó directamente a la calle de Galileo.
En la casa le dijeron que César estaba comiendo en una taberna de al lado.
Entró Alzugaray en la tasca y se encontró a su amigo el diputado sentado en un rincón comiendo. Tenía el aspecto de un obrero distinguido, un electricista, escultor o cosa semejante.
—Si saben que haces estas extravagancias van a creer que estás loco —dijo Alzugaray.
—¡Ca! No hay nadie que venga por aquí —contestó César—. El mundo político y este son dos mundos aparte. Este es de la gente que tiene que cargar con el peso de todo, y aquel es el mundo de la gentuza, de los ladrones, de los idiotas y de los mentecatos. Realmente es difícil encontrar nada tan vil, tan inepto y tan inútil como un político español. La burguesía española es un vivero de granujas y de miserables. Yo siento una repugnancia enorme al rozarme con ella. Por eso vengo aquí de cuando en cuando a hablar con esta gente; no porque estos sean buenos, no; el que más y el que menos es un canalla, pero siquiera dicen lo que sienten y blasfeman con naturalidad.
—¿Y qué vas a hacer después de comer? —le preguntó Alzugaray—. ¿Tienes novia en alguna trapería del barrio?
—No. Pensaba dar un paseo nada más.
—Pues vamos.
Salieron de la taberna y fueron por una calle entre desmontes de arena cortados a pico a salir al Cerro del Pimiento. La niebla vaga y suave dejaba destacarse el Guadarrama.
—A mí este paisaje me encanta —dijo César.
—A mí me parece duro y hosco —repuso Alzugaray.
—Sí, es verdad, duro y hosco, pero noble. Cuando se empapa uno en esa vida miserable de la política, cuando entra uno a formar parte de ese Olimpo de botarates que se llama Congreso, uno necesita purificarse. ¡Cuánta miseria! ¡Cuánta vileza hay en esa vida política! ¡Que de caras pálidas por la envidia! ¡Que de odios más bajos y más repugnantes! Cuando yo salgo asqueado de ver esas gentes; cuando estoy saturado de repugnancia, entonces vengo a pasear por aquí, veo esos montes graves, ceñudos y fuertes, y sólo su vista me parece como un fuego purificador que me limpia de ruindades.
—Veo que sigues tan absurdo como siempre, César. A nadie se le ocurre venir a solazarse delante de unos montes tristes, entre un hospital abandonado, que parece una leprosería, y un cementerio también abandonado.
—Pues a mí me dan estos montes una impresión de energía y de nobleza que me levanta el ánimo. Esa leprosería, como tú dices, hundida en el hoyo, ese cementerio abandonado, esos montes lejanos, son mis amigos; ellos se me figura que me dicen: Hay que ser duro, hay que ser fuerte como nosotros, hay que vivir en la soledad…
No siguieron muy adelante su paseo, porque la noche, en combinación con la niebla, hizo que no se viera bien la senda contigua al Canalillo, lo que daba la posibilidad, poco satisfactoria, de caerse.
Volvieron por donde habían ido. Desde el alto de un cerro se veía Madrid al anochecer, envuelto en la niebla, y en las calles recién abiertas entre los desmontes de arena, brillaban, con un nimbo irisado, las luces de los faroles de gas…