LOS que no conocían íntimamente a César se preguntaban: ¿Qué interés ha podido tener Moncada en hacerse diputado? No habla, no toma parte en los grandes debates.
Su nombre sólo aparecía de cuando en cuando en alguna comisión de cuestiones de Hacienda; pero nada más.
Su vida era completamente opaca; no se le veía en los estrenos, ni en los salones, ni en los paseos: era un hombre al parecer olvidado, perdido en la vida madrileña. Alguna vez al salir del Congreso veía a la Amparito en automóvil; ella le buscaba con la mirada y sonreía; él la saludaba ostentosamente con una gran reverencia.
Para muy contadas personas, César tenía fama de hombre inteligente y peligroso. Se le suponía de una ambición personal grande. No era lógico pensar que este hombre, frío y poco expansivo, fuera en el fondo un patriota que sintiera dolorosamente la decadencia de España y buscara los medios de levantarla.
Nada de placeres, ni de satisfacciones burguesas —pensaba—; vivir para un ideal patriótico, empujar a España hacia adelante y hacer con la carne de su patria una gran estatua que fuera su figura histórica. Este era su plan. En el Congreso, César callaba; pero hablaba en los pasillos, y sus comentarios irónicos, fríos y desapasionados comenzaban a cotizarse.
Se había relacionado con el ministro de Hacienda, hombre que pasaba por ilustre y era un mediocre, y pasaba por honrado siendo un granuja. César frecuentaba mucho su trato.
El ilustre hacendista había comprendido que Moncada sabía mucho más que él de cuestiones financieras, y ante sus amigos lo reconocía; pero daba a entender que César era sólo hombre teórico incapaz de tener un golpe de vista rápido.
Al ministro le convenía la amistad de César, y a César la del ministro. Este en el fondo odiaba a César, y César sentía por el ilustre hacendista un desprecio profundo.
Al verlos juntos en el coche, hablando afectuosamente, nadie hubiera podido suponer que entre ellos existiera una cantidad de odio y de hostilidad tan grandes.
La mayoría de la gente, con una falta de penetración absoluta, creía que César era un hombre arrastrado por la inteligencia brillante del ministro; pero había quien comprendía la situación de los dos, y decía:
—Moncada tiene sobre el ministro la influencia del cura en la familia.
Y había algo de cierto en esto.
César llevaba sus procedimientos experimentales de la Bolsa a la política. Tenía un libro de notas, en donde apuntaba todos los datos de la vida privada de ministros y diputados y archivaba las cartas después de clasificarlas.
En Castro Duro se comenzaba a sentir la gestión de César. El secretario del Ayuntamiento, los empleados, todos los que tenían amistades y relaciones con el elemento caciquil de la parte de don Platón iban saliendo de Castro.
Los destituidos y sus protectores escribían cartas y cartas al diputado. Al principio se creía que César no se tomaba interés; pero pronto pudieron comprender en Castro que sí se tomaba interés, pero en contra de ellos.
El ministro de Hacienda le servía de ariete para golpear sobre los clericales de Castro Duro.
Don Calixto en el fondo se alegraba de ver a sus rivales reducidos a la impotencia.
César comenzaba a entablar relaciones políticas con el librero republicano y con sus amigos. Cuando llegó a ver que contaba con el elemento liberal y obrero, empezó sin tardanza a minar el terreno a don Calixto. El juez, amigo suyo, fue trasladado, algunos actuarios lo fueron también, y pronto pudo comprender el conde de la Sauceda, el ilustre cacique, que su protegido tiraba contra él.
—He alimentado una serpiente en mi seno —dijo don Calixto—; pero yo sabré aplastarle la cabeza.
No debía tener mucha seguridad en sus fuerzas, porque don Calixto se vio en la precisión de pedir gracia. César se la concedió con tal de que no interviniera en la política de Castro.
—Ustedes han mandado ya y no lo han hecho muy bien para el pueblo. Déjenme ustedes ahora a mí.
A cambio del licenciamiento de don Calixto, César conseguiría que refrendaran su título pontificio.
Al cabo de año y medio César había metido en un puño a los caciques de Castro Duro.
—Mi procedimiento de suprimir a los caciques en el distrito ha sido fácil —solía decir César—; he hecho que uno me inutilizara a los demás, y después a ese uno, que era don Calixto, le he inutilizado yo y le he dado un título.
César no desatendía ni olvidaba el menor detalle. Escuchaba a todos los que le hablaban, aunque no le fueran a decir más que necedades; contestaba siempre a las cartas, de su puño y letra.
Tenía para la gente del pueblo la táctica de fijarse en los nombres, sobre todo de los viejos, y para esto llevaba un cuadernito con sus notas. Ponía, por ejemplo: señor Ramón, estuvo en la guerra carlista; tío Juan, padece de reuma.
Cuando, valiéndose de sus notas, recordaba estos detalles, producía entre la gente un efecto extraordinario. Todo el mundo se consideraba el preferido.