TRES días antes de la elección se presentó César en Castro Duro, y se alojó en casa de don Calixto. Nadie estaba enterado de sus correrías por los alrededores. No había preparativo alguno; se hablaba de que iban a cambiar de diputado, pero realmente esto no influía gran cosa en la vida del pueblo.
La noche del sábado se citó a la Junta del partido en el Casino de Castro, a las siete. César llegó unos minutos antes; no había nadie. Le pasaron a un salón destartalado, iluminado por un quinqué de petróleo.
Hacía frío en el cuarto, y César esperó paseando. En el techo temblaban, con las ráfagas de aire, toda una decoración de telas de araña plateadas y cubiertas de polvo.
A las ocho y media vino el primer individuo de la Junta; los demás fueron llegando perezosamente. Todos tenían algún pretexto para excusar su tardanza.
En el fondo, a nadie le interesaba el asunto; la política del distrito iba a seguir como hasta entonces, y realmente no valía la pena de pensar en ella. César era una figura decorativa, sin ningún relieve.
A las nueve estaban los individuos de la Junta en el Casino. Don Calixto echó un discurso que se fue prolongando de una manera alarmante; César le contestó con otro discurso, que fue escuchado con absoluta frialdad.
Luego se desarrolló una charlatanería frenética; todos querían hablar. Se entregaban a los distingos con fruición. Si es cierto que… Si bien es verdad… No tanto por… y se elogiaban unos a otros como oradores, con una gran seriedad.
Al día siguiente, domingo, se celebraba la proclamación de candidatos. Estos eran tres: Moncada, adicto; García Padilla, liberal, y San Román, republicano.
San Román era el viejo librero republicano; estaba descontado que no había de triunfar, pero a César le convenía que se presentase, para que los elementos del Círculo Obrero no votasen por el candidato liberal.
Dos días antes de la elección fue César a Cidones y entró en el café Español.
Preguntó por el tío Chino, y le dijo que era el futuro diputado. El tío Chino sabía quién era el joven con quien había hablado meses antes en su café, le recordaba con simpatía y lo recibió con grandes extremos.
—Hombre —le dijo César—, quisiera que me hiciera usted un favor.
—Usted dirá.
—Es una cuestión de elecciones.
—Bueno; vamos a ver qué es.
—Hay unos cuantos pueblos en donde los partidarios de Padilla están dispuestos, después del escrutinio, a cambiar las actas verdaderas por otras falsificadas. Está todo preparado para eso. Como yo he mandado gente a los colegios, querrán dar el cambiazo en el camino, quitándoles las actas a los peatones y entregándoles las falsas. Yo quisiera tener veinte o treinta hombres seguros, y mandarles de cuatro en cuatro a acompañar a los peatones que vengan con las actas, o a traerlas ellos.
—Bueno, yo se los busco a usted —dijo el tío Chino.
—¿Qué dinero necesita usted?
—Veinte duros me bastan.
—Tome usted cuarenta.
—Está bien. ¿Qué pueblos son?
César le dijo el nombre de los pueblos en donde temía el cambio. Luego le advirtió:
—De esto no diga usted nada.
—Nada.
César dio instrucciones precisas al cafetero, y al despedirse, el tío Chino le dijo:
—Yo ya sé que usted en el fondo es de los míos.
—¿Cree usted?
—Si.
El domingo comenzaron las elecciones con absoluta desanimación. En la ciudad, el republicano sacaba mayoría, sobre todo en el arrabal. Padilla venía muy en baja. Sin embargo, en el Casino se decía que era posible que, al último, Padilla ganase la elección, porque en cinco o seis colegios rurales podía tener una mayoría aplastante.
A las cuatro de la tarde el resultado de la ciudad daba el triunfo a Moncada. Tras él venían San Román, y en último lugar, Padilla.
Comenzaron a llegar las actas de los pueblos. En todas, los resultados eran parecidos. Se veía que el elemento oficial votaba por el adicto, y los comprometidos con el Ayuntamiento anterior, por el liberal.
A las ocho de la noche llegó el acta del primer pueblo de donde Padilla esperaba su triunfo. El peatón, rodeado de cuatro hombres de Cidones, venía azorado. Entregó las actas y se fue. El resultado era parecido al de los otros colegios rurales.
Sólo en un pueblo el presidente había podido escapar de la vigilancia de los guardianes enviados por César y el tío Chino, y cambiar los números de los votos en las actas; pero a pesar de esto la elección estaba ganada por César.
Al día siguiente se conoció el resultado exacto de las elecciones. Era así:
Moncada, 3.705.
García Padilla, 1.823.
San Román, 750.
Al comprender que César se la había jugado a sus amigos y a sus enemigos a la chita callando, entró por él una gran estimación.
El juez dijo:
—Creo que se han engañado ustedes. Suponían ustedes que don César era una palomita y nos va a resultar un buitre.
César escuchó las felicitaciones y recibió los agasajos sonriendo, y unos días después volvió a Madrid.