LA contestación de don Platón Peribáñez tardaba más de lo prometido. No se sabía si el duque de Castro Duro se casaba o no se casaba, si salía de la cárcel o se quedaba en ella. César no tuvo más remedio que esperar, aunque se encontraba ya harto de su estancia allí. Alzugaray se divertía: visitaba los pueblos inmediatos en compañía de la Amparito y de su padre; en cambio, César comenzaba a aburrirse. Acostumbrado a vivir con una independencia de salvaje, el trato social de un pueblo como Castro le irritaba.
Su buena opinión por la gente estaba en razón directa de la indiferencia que sentían por él. El padre de la Amparito era de los que más antipatía le manifestaba; alguna vez le invitó a ir con él, pero sólo por atención. A estas invitaciones César contestaba negándose cortésmente.
La Amparito, que sin duda estaba acostumbrada a ver a todos los del pueblo mariposeando a su alrededor, se sentía herida por aquella indiferencia, y buscaba a César y le lanzaba pullas y le mortificaba con acritud.
Era más inteligente la niña aquella de lo que parecía al principio, y razonaba con mucha claridad.
César no podía permitir que una chiquilla, por entretenimiento, quisiera embromarle y discutir sus ideas.
—Vamos a ver, Moncada —le dijo una vez la Amparito en la galería de casa de don Calixto—. ¿Cuáles son sus planes políticos de usted?
—No los va usted a entender —contestó César.
—¿Por qué no? ¿Tan estúpida cree usted que soy?
—No. Es que la política no es cosa para la infancia.
—¡Ah! Pero ¿qué edad cree usted que tengo? —preguntó ella.
—Tendrá usted doce o trece años.
—Es usted un farsante, señor Moncada. Sabe usted que voy a cumplir diez y siete.
—Yo, no; ¿cómo lo voy a saber?
—Porque se lo he dicho a Alzugaray, al amigo de usted…
—Sí, pero como yo no le pregunto a mi amigo lo que usted le dice.
—¿No le interesa a usted? Muy bien. Es usted muy fino. Pero a mí sí me preocupa la política de usted. Vamos a ver. ¿Qué reformas piensa usted hacer en el pueblo? ¿Qué ventajas va usted a dar a los aldeanos? Porque le advierto a usted, señor Moncada, que si no todos van a votar contra usted. Yo se lo diré a mi padre.
—No creo que llegará a tanto su fervor político.
—Sí llegará, llegará, y mi padre hará lo que yo le diga. Mi padre dice que es usted un ambicioso.
—Si fuera así le haría el amor a usted, que es rica.
—¿Y piensa usted que yo le correspondería?
—No sé, pero lo intentaría como otros, y ya ve usted que no lo intento.
La Amparito se mordió los labios, y dijo con ironía:
—¿Se reserva usted para mi prima Adelaida?
—No me reservo para nadie.
—No es usted muy amable, que digamos.
—Es verdad, nunca lo he sido.
—Si sigue usted así cuando sea diputado…
—¿Pero qué le importa a usted que sea diputado o no? ¿Es que tiene usted algún novio que quiere serlo? Si es así, dígamelo usted. En su obsequio, renunciaré. Ya ve usted que no puedo hacer más —dijo César burlonamente.
—¡Y cómo me odiaría usted entonces, si por mí tuviera usted que dejar de ser diputado!
—No.
—Me mira usted con odio ya ahora.
—No. Se engaña usted.
—Sí. Creo que si pudiera usted me pegaría.
—No, lo más que haría sería encerrarla en el cuarto oscuro.
—Es usted un hombre odioso, antipático; creí que le tenía alguna simpatía, pero no le tengo más que odio.
—Ya sabe usted, Amparito, que soy candidato para la diputación, pero no para usted.
—Está bien. Está bien. No quiero oír más estupideces.
—No, las estupideces son las de usted.
Y César, que comenzaba a sentirse colérico, le reprochó demasiado duramente a la Amparito su coquetería, su mala intención y su afán de rebajar y de mortificar a la gente sin motivo.
La Amparito le escuchaba pálida y anhelante.
—Y al final —dijo César—, todo esto no me importa nada. Si les molesto a ustedes, o a usted sola, me voy y se acabó.
—No, no se vaya usted —murmuró la Amparito, llevándose el pañuelo a los ojos y comenzando a llorar amargamente.
César sintió una profunda pena; toda su cólera desapareció, y quedó parado, atónito, y sin saber qué hacer.
—No llore usted —exclamó César—; ¿qué van a pensar de mí? Vamos, no llore usted. Es una chiquillada.
En aquel momento entró en la galería el padre de la Amparito, y corriendo se puso al lado de la muchacha.
—¿Qué ha hecho usted a mi hija? —gritó, acercándose amenazadoramente a César.
—Yo, nada —dijo él.
—Sí. ¿Qué te ha hecho? —vociferó el padre.
—Nada, papá. No grites así, por Dios —gimió la Amparito—; he sido yo la que he tenido la culpa.
—Es que si…
—No, te digo que no me ha hecho nada. César, que había quedado inmóvil ante la amenaza del padre de la Amparito, dio una vuelta sobre sus talones y despacio se marchó.