EL CAFÉ ESPAÑOL

EL café era oscuro y estaba completamente desierto, pero al final había un balcón por donde entraba el sol. César cruzó el café y se sentó cerca del balcón.

Llamó varias veces, palmoteo y apareció una muchacha.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó.

—Algo para beber. Una botella de cerveza.

—Ahora llamaré al tío Chino.

Se fue la muchacha, y poco después vino un hombre grueso, rechoncho, con una botella de cerveza en la mano, a mostrar la etiqueta a César y a decirle si quería de aquella.

—Sí, señor, de esta; muy bien.

Abrió el hombre la botella con su sacacorchos, la dejó en la mesa, y como parecía tener ganas de entrar en conversación, le preguntó César:

—¿Por qué me ha dicho la muchacha que vendría un tío Chino? ¿Quién es el Chino?

—El Chino, o el tío Chino, como usted quiera, soy yo.

—¡Hombre!

—Sí, aquí todos tenemos apodo. A mi padre le llamaban así, y a mí también. ¡Psch! Es igual. Porque si uno se incomoda es peor. Hace unos días llegó un arriero de un pueblo de al lado y fue a la posada, y, como no tenía apodo, y aquí en Cidones son muy aficionados a ponérselo a todo bicho viviente, le dijeron: Por poco tiempo que estés aquí, te pondrán un apodo; y él contestó desdeñoso: ¡Bah! Poco miedo. Al poco rato, al pasar por la plaza, una muchacha le dijo: ¡Adiós, Pocomiedo!, y en Pocomiedo se quedó.

Como el tío Chino parecía muy comunicativo, César le hizo algunas preguntas acerca de la vida del pueblo.

El tío Chino habló mucho y con gran claridad. Según él, la causa de todo lo malo del pueblo era la cobardía. Los dos o tres caciques de Castro y el padre Martín mandaban, arbitrariamente, en el partido, y los demás no se atrevían a resollar.

Los pobres no comprendían que, uniéndose, podían contrarrestar la influencia de los ricos y hasta llegar a dominarlos. Además, el miedo no les dejaba moverse.

—¿Pero miedo a qué? —dijo César.

—Miedo a todo: a que les carguen la contribución, a que no les den trabajo, a que les lleven el hijo soldado, a que le metan a uno en la cárcel por cualquier cosa, a que los dos o tres matones que están al servicio de los caciques le den una paliza.

—¿Pero a tanto llega la dominación?

—Hacen lo que quieren.

El Chino, que por su tipo más parecía un tártaro, se explicaba bien. Si no hubiera sido porque tergiversaba las palabras y porque tenía el prurito de buscar las más raras, hubiera dado la impresión de hombre inteligentísimo.

Dijo que era anticlerical, y se manifestó panteísta, y habló de las «contraversías» que entablaba con la gente.

—Un pariente que tengo, que es fraile —dijo— me suele increpar, diciendo: Lucas, tú eres un librepensador. Y a mucha honra, le contesto yo.

Luego, a propósito del fraile pariente suyo, contó una historia escandalosa. Con este fraile se había ido a vivir una sobrina del Chino, que durante algún tiempo servía en el café.

La explicación del tío Chino fue un tanto grotesca.

—Yo tenía en casa —dijo— una sobrinita, ¿sabe usted?, muy guapa, muy frescachona, con un pecho duro como una piedra. Mi mujer la quería «talmente» como si fuera una hija, y yo también. De pronto se dijo que la chica había tenido un desliz…, o dos deslices…, y al poco tiempo la muchacha quedó en mal estado. Bueno: se fue al pueblo, volvió aquí al café, y otra vez se dijo que la chica había tenido un desliz…, o dos deslices; y como yo tengo hijas, ¿sabe usted?, pues no me gusta esta «pro… miscuidá», y fui yo y le dije: Mira, María, eso no está ni medio bien siquiera, y lo que debes hacer es largarte. Ella lo comprendió y se fue, y se va a buscar a su tío el fraile, y se «ajuntan» los dos… ¡Maldita sea! Yo fui tras ellos, y si los encuentro los mato. Porque bueno que la chica hubiese tenido un desliz…, o dos deslices; pero eso de «ajuntarse» con el tío fraile, eso es un «ludibrio» para la familia. Crea usted que ha tenido uno que apurar el cáliz hasta las «hélices».