CÉSAR esperaba con impaciencia la contestación del señor Peribáñez para volver a Madrid. Estaba ya harto de las conversaciones de don Calixto y de su señora, y de la familiaridad que habían establecido con él.
En cambio, Alzugaray se encontraba entretenido y contento. El padre de la Amparito le demostraba una gran simpatía y le llevaba en automóvil a todas partes.
César, para satisfacer su necesidad de aislamiento, había comenzado a levantarse muy temprano y a marchar paseando por la carretera. Casi siempre andaba demasiado, y durante todo el día estaba rendido, y al principio, por las noches, dormía mal.
Quería ir viendo con sus propios ojos los lugares de su futuro dominio, el escenario donde había de desarrollar sus iniciativas y de realizar sus planes.
Se le ocurrían una porción de cosas: aquí hacer un puente, allá aprovechar el desnivel del río y establecer una fábrica de fluido eléctrico para la industria. Le hubiera gustado modificar todo cuanto veía en un instante.
El pensar en aquellas fuerzas dormidas le irritaba: el salto de agua perdido sin dejar su energía en algo; la hondonada, que podía transformarse en pantano de riego; el río, que marchaba mansamente, sin fecundar las tierras; el campo de la ermita, que hubiera podido convertirse en parque, con una escuela alegre y clara; todo esto que se podía hacer y no se hacía se le figuraba de mayor realidad que las personas con quienes hablaba y convivía.
Una mañana, César fue a Cidones; el sol apretaba de firme en la carretera, y llegó al pueblo sofocado y sediento.
Las calles de Cidones eran tan estrechas, tan frías y tan húmedas, que al entrar en una de ellas César se estremeció y volvió, y en vez de meterse en aquel pólipo de hendiduras sombrías, fue rodeándolo por un camino. En una casa pequeña, con un emparrado y que hacía esquina, vio un letrero que decía: «Café español», y entró dentro.