ESTANDO hablando se oyó la bocina de un automóvil, y poco después entró en la sala la sobrina de don Calixto.
Era la Amparito, la muchacha chatilla de los ojos negros de que había hablado César a Alzugaray. Le acompañaba su padre.
El cura acarició las mejillas de la muchacha. El padre era hombre basto, rojo, tostado por el sol, con facha de contratista o de minero.
La chica se quitó la gorra y el velo que traía en el automóvil, y se sentó entre las hijas de don Calixto. Alzugaray la contempló. La Amparito realmente era graciosa; tenía la nariz corta, los ojos negros, brillantes; los labios rojos y demasiado abultados, los dientes blancos y las mejillas tersas. Llevaba el pelo suelto, en bucles, pero a pesar de su indumentaria, algo infantil, se veía que era ya una mujer.
—César tiene razón; la niña esta se las trae —murmuró Alzugaray.
Vino luego el hijo del alcalde y su hermana. Él era un señorito insignificante, atento, cortés; había estudiado leyes en Salamanca, y parecía que tenía ciertas pretensiones sobre la segunda hija de don Calixto.
Reunidos todos los invitados, el amo de la casa dijo que, puesto que no faltaba nadie y era la hora, podían pasar a la galería, en donde estaba puesta la mesa.
En una de las cabeceras se sentó la señora de la casa, teniendo a un lado al cura y al otro al juez; en la otra cabecera, don Calixto, en medio de la señora del juez y de la hija del alcalde. César tenía designado su asiento entre la hija mayor de don Calixto y Amparito, y Alzugaray, entre la hija segunda y la niña del juez.
Momentos antes de sentarse, Amparito salió corriendo de la galería al jardín.
—¿Adónde ha ido esta muchacha? —preguntó la señora de don Calixto.
—Alguna cosa que se le habrá ocurrido —dijo el padre de la Amparito riendo.
La muchacha apareció poco después con unos cuantos crisantemos amarillos y rojos en la mano.
Dio uno rojo a la hija del alcalde y a sus primas, que eran las tres morenas, y uno amarillo a la hija del juez, que era rubia. Luego siguió con los hombres.
—Este para ti —al hijo del alcalde—; este para usted —y dio a Alzugaray uno amarillo—; este para usted —y dio a César uno rojo—, y esta para mí, —y se puso una flor igual en el pecho.
—¿Y nosotros? —preguntó don Calixto.
—A ustedes no les doy crisantemos, porque tendrían celos sus señoras —replicó la Amparito.
—¡Hombre! ¡Hombre! —exclamó el juez—. ¿Qué le parece a usted, don Calixto? Cómo conocen estas niñas el corazón humano.
—Estas chiquillas no saben apreciar nuestros méritos —dijo don Calixto.
—Sí, sus méritos son para sus señoras —replicó la Amparito.
—Le advierto a usted que mi amigo César está también casado —dijo Alzugaray riendo.
—¡Ca! —exclamó ella sonriendo y enseñando sus dientes blancos y fuertes—. No tiene cara de casado.
—Sí, sí tiene cara de casado. Obsérvele usted bien.
—Bueno, pues como no está aquí su mujer no me reñirá.
Alzugaray examinó a la muchacha; tenía gran vivacidad; cualquier idea que se le ocurría se reflejaba en su rostro de manera tan viva y tan graciosa, que el contemplarla era un espectáculo interesante.
La conversación tomó al principio un carácter lánguido y aburrido; don Calixto, el juez y César se pusieron a cambiar reflexiones políticas de maciza vulgaridad. César atendía galantemente a la hija mayor de don Calixto, y con menos galantería a su vecina Amparito; el hijo del alcalde, a pesar de que su misión oficial era cortejar a una de las chicas de don Calixto, miraba más a la Amparito que a su novia, y Alzugaray escuchaba sonriendo las salidas de la muchacha.
A la mitad de la comida la conversación se animó; el juez contó, con mucho arte, un crimen misterioso ocurrido en un pueblo de Andalucía entre gente del campo, y llegó a tener a todos pendientes de sus labios.
Al concluir el relato la conversación se generalizó; el elemento joven habló entre sí, y César hizo comentarios acerca de lo dicho por el juez, y defendió, como si fueran ideas conservadoras, las soluciones más inmorales y absurdas.
Las observaciones de César se discutieron por los hombres, y el juez y don Calixto convinieron en que César era hombre de verdadero talento que haría gran papel en el Congreso.
—Deme usted un poco de vino —dijo Amparito extendiendo la copa a Alzugaray—; su amigo de usted no me hace caso; le he pedido un poco de vino dos veces, y nada.
César hizo como que no oía y siguió hablando; la Amparito tomó la copa, mojó en ella los labios y miró a Alzugaray maliciosamente.
Después de comer y de tomar café, como las dos señoras y las muchachas se hallaban aburridas de comida tan larga, se levantaron, y tras ellas fueron Alzugaray, el hijo del alcalde y el padre de la Amparito. En la mesa quedaron don Calixto, el juez y César. El cura se había dormido.
Trajeron una botella de Chartreuse y se pusieron a beber y a fumar.
César tenía la garganta seca y estaba mareado de beber, de fumar y de hablar.
A las cinco el juez se despidió, porque tenía que dar un vistazo al Juzgado; don Calixto quería echar la siesta, y después de acompañar a César al jardín se fue. Estaban solas las dos señoras, porque los jóvenes, con el padre de Amparito, habían ido de excursión al Tranco del Diablo, un desfiladero por donde pasa al río por entre unos acantilados rojos llenos de quebraduras.
César acompañó a las dos señoras, y sostuvo una conversación monótona y aburrida acerca de las costumbres de la ciudad.
Al anochecer volvieron todos los excursionistas de su paseo. Una señorita tocó en el piano algo muy ruidoso, y la hija del juez fue rogada para que recitara una poesía de Campoamor.
—Es una cosa muy bonita —dijo la señora del juez—, una muchacha que se queja porque su amante la abandona.
—Pues dadas las costumbres españolas ya estará esa muchacha en una casa de prostitución —dijo César por lo bajo con ironía.
—¡Cállate! —replicó Alzugaray.
Recitó la muchacha la poesía, y César preguntó a Alzugaray con sorna si aquellos versos eran del padre de la muchacha, porque le parecían versos de notario o de juez de primera instancia.
Luego alguien propuso que cenaran allí.
César notó que al ama de la casa no le agradaba el plan, y dijo:
—Hay que tener medida en todo. Yo voy a acostarme.
Después de esta frase, un tanto pedante, que a don Calixto le pareció de perlas, César se despidió de sus nuevos conocidos con mucha ceremonia y frialdad. Alzugaray dijo que se quedaba todavía allí.
Al saludar a la Amparito, esta preguntó burlonamente a César:
—¿Es su señora la que le tiene tan bien acostumbrado?
—¡Mi señora! —exclamó sorprendido César.
—No decía su amigo…
—¡Ah!, sí. Es ella, es ella la que me impone tan buenas costumbres.
Dicho esto salió de la sala y bajó de prisa las escaleras; el aire fresco de la noche le hizo estremecerse, y con la cabeza pesada y dolorida se fue a la fonda y se metió en la cama. Durmió con un sueño muy profundo, que no duraría más de una hora, y se despertó sudoroso y sediento.
Se le había pasado el dolor de cabeza; no eran aún más de la once; encendió la luz, e incorporado en la cama se puso a pensar en las probabilidades de éxito de su empresa.
En esto se fijó en el crisantemo rojo que estaba en el ojal de la chaqueta, y se acordó de la Amparito.
—La tal niña es un portento de coquetería y de mala educación —pensó con enfado—; estas señoritas de pueblo emancipadas son antipáticas como ellas solas. Prefiero la hija de don Calixto, que al menos es de una estupidez sencilla y nada molesta. Pero esta otra es insoportable.
Sin saber por qué sentía por esta muchacha mayor antipatía que la natural en el caso. No quería reconocerlo ante sí mismo; pero había en él esa hostilidad que produce en los caracteres fuertes y voluntariosos la presencia de otra persona también de carácter fuerte que intenta manifestarse.