LA mesa se había puesto en aquella admirable galería del antiguo palacio de los duques de Castro Duro que daba hacia el jardín; el tiempo, de principios de otoño, era de una suavidad y de una dulzura encantadoras.
César y Alzugaray se presentaron elegantes, charolados, la raya en el centro del pantalón: César, vestido de negro, con el aspecto ceremonioso que conviene a un hombre grave; Alzugaray, de claro, con un pañuelo de color en el bolsillo del pecho.
—Creo que estamos hechos unos gentlemen —dijo César.
—Me parece que sí.
Entraron en la casa y les pasaron a la sala. Estaban ya la mayoría de los invitados; hubo las correspondientes presentaciones y saludos. César quedó en el grupo de los hombres, que permanecían de pie, y Alzugaray fue a parar a la esfera de la señora de don Calixto y de la mujer del juez.
El juez, desde el primer momento, consideró a César como hombre de importancia, y comenzó a llamarle don César a cada momento y a encontrar bien todo cuanto decía.
En el grupo de las señoras estaba un cura viejo, muy amigo de la casa, hombre alto, grande y sordo, llamado don Ramón. La mujer del juez le dijo a Alzugaray que el tal don Ramón era un bendito.
Estaba de cura en una ermita próxima, muy rica, la ermita de la Vega, y había gastado todo el dinero de una herencia suya en arreglar la iglesia.
Era el pobre hombre infantil y dulce. Dijo varias veces que tenía muchas capas para la Virgen en el camarín de su iglesia, y que deseaba que se regalaran a las parroquias pobres, porque en la suya con tres o cuatro había bastantes.