DESPUÉS de darme estos datos, don Calixto me dijo que, contando con el señor Peribáñez, las elecciones eran seguras; y como las cosas cuanto más rápidas mejor; me propuso que fuéramos a verle, y yo inmediatamente acepté.
Don Platón Peribáñez tiene una platería montada a la antigua usanza; escaparate pequeño, lleno de sonajeros, ajorcas, collares, crucecitas, etc.; tienda estrecha y negra; después un pasillo largo, y en el fondo un obrador con una ventana a un patio.
Don Platón tiene en la platería de dependiente un muchacho que es una especialidad. Yo creo que si lo llevara uno a Londres y lo expusiera diciendo de antemano: «Cuidado, señores, que esto no es un mono, ni un antropoide, sino un hombre», se ganaba una barbaridad de libras esterlinas.
Hemos entrado en la tiendecita de don Platón, hemos preguntado por él al joven macaco y hemos pasado al obrador.
El señor Peribáñez es hombre de mediana estatura, vestido de negro, de barba blanca recortada, ojos grises y ademanes modestos. Habla fríamente y pensando mucho lo que dice; tiene una voz monótona y lenta, y no se le escapa nada.
Me presentó a él don Calixto; el platero me dio la mano como si tuviera cierta repugnancia y le explicó el gran cacique quién era yo y lo que pretendía.
Don Platón dijo que él no podía contestar categóricamente sin consultar con sus amigos y con el padre Martín. Este tiene otros candidatos; uno, el mismo duque de Castro Duro; y el otro, un agricultor rico del pueblo.
El duque de Castro Duro no presenta otro inconveniente que el encontrarse preso en París por una insignificante estafa que ha cometido; pero parece que un cubano rico quiere sacarle del atolladero, a condición de que se case con su hija.
Si saliera de la cárcel y se casara, entonces le presentarían diputado por aquí.
Yo le he dicho a don Platón que, en el caso de que el apreciable duque no salga de la cárcel, si tendrá inconveniente en que yo sea su candidato; él ha contestado que yo soy muy joven, y después de muchos circunloquios, ha dicho crudamente que no sabe si sería aceptado o no como candidato por los suyos; pero en el caso de que lo fuese, las condiciones previas serían: primera, que yo no intervendría para nada en los asuntos del distrito, los cuales se ventilarían en el pueblo, como hasta ahora; segunda, que yo costearía los gastos de la elección, que se elevarían, próximamente, a unas diez mil pesetas.
Don Calixto me ha mirado interrogándome; yo he sonreído dando a entender que aceptaba, y después de arrancar a don Platón la promesa de que en esta semana daría una respuesta definitiva, nos hemos despedido de él y hemos ido al Casino.
Allí me han presentado al juez, un andaluz que tiene una fama irreprochable de chanchullero, y al alcalde, que es un agricultor rico; y reunidas en una mesa las personas de más significación de la ciudad, hemos charlado de política, de mujeres y de juego.
Les he contado una porción de bolas; les he dicho que una vez perdí en Monte Cario diez mil duros, jugando con dos príncipes rusos y con una millonaria yanqui; les he hablado de misterios y de crímenes de las casas de juego y de esos grandes centros de placer, y han quedado atónitos. A las nueve y media, con un dolor de cabeza terrible, he venido aquí. Creo que no he perdido el día ¿eh?
—No. ¡Demonio! ¡Qué rapidez! —exclamó Alzugaray—. Pero veo que no cenas. ¿No piensas tomar nada?
—No; voy a ver si duermo. Oye, pasado mañana estamos los dos convidados a comer en casa de don Calixto.
—¿Yo también?
—Sí; he dicho que eres un turista rico y quieren conocerte.
—¿Y qué voy a hacer allá?
—Puedes estudiar a esa gente, como el entomólogo estudia a los insectos. Oye, no estaría de más que te dieras un paseo por ese pueblo de al lado, que se llama Cidones, a ver si te enteras de qué clase de pájaro es ese padre Martín.
—Bueno.
—Y si no te molesta, entra con cualquier pretexto en la librería de ese librero republicano y habla con él.
—Así lo haré.
—Entonces, hasta mañana.
—¿Te vas ya?
—Sí.
—Pues buenas noches.
Salió César de su cuarto y se marchó a dormir.