CASTRO Duro es un pueblo principalmente de agricultores y de trajineros. Su término municipal es extensísimo; la vega que le rodea es bastante fértil. En el invierno hay muchos días de niebla, y entonces la llanura parece un mar, en que flotan, como islas, las lomas y los bosquecillos.
El vino y los frutos de las huertas constituyen la principal riqueza de Castro; el vino es áspero, mal elaborado; hay uno espeso, oscuro, que siempre tiene gusto a la pez, y otro claro, que encabezan con alcohol y que llaman aloque.
El otoño es la época de mayor animación en el pueblo: se guarda la cosecha, se hace la vendimia, se recogen las almendras dulces y se les saca la cáscara en los portales.
Antes en todas las casas, en las ricas y en las pobres, se quemaba el cascajo del vino en la alquitara y se fabricaba un aguardiente un poco amargo. Fuese a consecuencia del aguardiente, o del dinero, o de las dos cosas, lo cierto era que en aquella época se desarrollaba en Castro una gran pasión por el juego y se cometían más crímenes que en el resto del año.
Los procedimientos de la industria de Castro son primitivos; todo se elabora a brazo, y la gente castreña supone que esto constituye una superioridad. En los alrededores del pueblo hay una fábrica de electricidad, otra de ladrillos, varios molinos y hornos de cal y de yeso.
El comercio es más abundante que la industria, aunque no más próspero. En la plaza y en la calle Mayor, bajo los soportales, se ven las lencerías, las pañerías, las tiendas de gorras, las platerías, una junta a otra. Los tenderos sacan al arco sus géneros, los basteros y talabarteros decoran las portadas con jáquimas y correajes, y los que no tienen arco ponen toldos. En la plaza suele haber continuamente puestos de cántaros y de botijos y de cosas de hoja de lata.
En las calles excéntricas hay posadas, a cuya puerta se ven, casi constantemente, cinco o seis mulas que juntan las cabezas; cacharrerías con escobas y toda clase de jarras y de lebrillos; tiendas pequeñas de puerta de calle con capachos llenos de grano; tabernas negras, que son también casas de comidas, adonde van a comer los campesinos los días de mercado, y cuyo anuncio son ristras de pimientos secos y de guindillas y alguna rama de olmo. Hay en los letreros esa gracia castellana, castiza y serena. En el horno del Riojano pone: Se «cueze» el pan y lo que «benga»; y en la posada del Campico dice: «Despacho de vino por la propia Furibis». Los comercios y las posadas tienen también nombres pintorescos. Hay la posada del Moro y la posada del Judío, y la posada del León, y la de los Ladrones.
Las calles de Castro, sobre todo las más céntricas, en donde la aglomeración es mayor, el verano están sucias y malolientes. Nubes de moscas revolotean y se posan sobre alguna pareja de bueyes que duerme con beatitud; el sol derrama su claridad cegadora; no pasa un alma, y sólo algunos galgos, blancos y negros, elegantes y tristes, recorren las calles…
En todas las estaciones, al anochecer, algunos señoritos pasean por la plaza. A las nueve de la noche, en invierno, y a las diez en verano, entra el dominio de los serenos, con su cántico dramático y lamentable.
Estos datos iba dando Alzugaray a César, mientras sentados ambos en la fonda se preparaban a cenar.
—¿Y el tipo? El tipo étnico. ¿Cuál es, según tú? —preguntó César.
—El tipo más bien delgado que grueso, esbelto, nariz arqueada, ojos negros…
—Sí, el tipo ibérico —dijo César—, es lo que me ha parecido a mí también. Alto, esbelto, dolicocéfalo… Me parece que se puede intentar algo en este pueblo…