ESTA mañana, a la hora del almuerzo, sólo una de las señoras se ha presentado en el comedor.
—Quizá hayan ido las otras a alguna partida de campo —he pensado yo.
Por la noche, en la comida, estaban la mujer alta de los anteojos y la mayor de las muchachas sentadas a la mesa. No comían, y en sus rostros se retrataba la inquietud; la muchacha tenía las mejillas rojas y los ojos hinchados.
—¿Qué les pasará? —me he preguntado yo.
En esto ha venido la señora bajita, con dos frascos de medicina en la mano, y los ha dejado sobre el mantel. Por lo que oigo de la conversación, viene de Lausana de llamar a un médico. La niña melancólica, la de la cara de cera, debe de estar mala.
Sin duda viene la familia a Suiza por la niña enferma, probablemente haciendo un sacrificio. Así se explica el aire modesto, la marcha rápida del hombre que las acompaña.
Las tres mujeres se miran entristecidas. ¿Qué tendrá esa pobre muchacha? No recuerdo de ella más que su cabello, dividido en dos bandas, y el color pálido de la piel exangüe, y, sin embargo, pensar en que está enferma me entristece.
Yo quisiera en este momento ofrecerme a estas mujeres; yo quisiera decirles: Yo soy un hombre humilde, sin dinero; pero si pudiera serles útil en algo, lo haría con el alma; lo que no haría por esa morralla llena de brillantes.
El señor alemán, que come en una mesa junto a la familia, ha comprendido lo que les pasa, y dejando de comer las mira a ellas, y luego me mira a mí con sus ojos azules. Al último se encoge de hombros, baja la cabeza y vacía de golpe un vaso de vino.
Las tres mujeres se levantan y suben a sus habitaciones. Se las oye ir y venir por el corredor; luego un criado sube la comida al cuarto.
Y mientras arriba la familia anda desolada, abajo, en el hall, las mises se siguen mirando con desprecio, luciendo en sus dedos alhajas que centellean, y que bastarían para la vida de cientos de personas; y mientras arriba lloran, abajo una yanqui rubia, amiga de Susana, con un gran sombrero azul, que flirtea con un joven de Chicago, ríe a carcajadas, enseñando una dentadura blanca, en donde brilla una chispa de oro.