UNA FAMILIA MODESTA

EN este albergue del fastidio entró hace dos días una familia de aire modesto. Era una familia formada por cinco personas: dos señoras, una de ellas fea, alta, flaca, con anteojos; la otra, más gruesa y bajita; una muchacha alegre, sonriente, sonrosada, y una niña melancólica, con el rostro de color de cera. Las acompañaba un hombre de aire distinguido y cansado.

Todos van de luto. Son ingleses; tienen entre sí rasgos de afabilidad simpática. La señora bajita, madre de las dos muchachas, estuvo el primer día durante el almuerzo oprimiendo la mano del hombre y acariciándola. Él sonría con un aire dulce y fatigado. Sin duda no podía pasar mucho tiempo aquí, porque por la noche no apareció y las cuatro mujeres estuvieron solas en el comedor.

Están las dos señoras y la muchacha fresca y rozagante muy preocupadas con la niña pálida, tanto, que no notan la expectación que causan entre la gente. Todas estas viejas mises, cargadas de joyas, miran a la familia de luto como preguntándose: ¿Cómo están aquí si no son de nuestra posición? ¿Cómo se atreven a mezclarse con nosotras no siendo de nuestra clase?

Y es cierto; no deben serlo: hay algo que indica que la familia no es rica. Además, y esto es ya bastante extraordinario, parece que no han venido aquí para desdeñar a los demás, ni para darse tono, sino para pasear y contemplar las cimas inmaculadas del monte Blanco. Así se les ve a las dos muchachas que salen sin adorno ninguno al campo, llevando un libro o una naranja en la mano, y que vuelven con ramos de flores…