EN este hotel inmenso, lujoso, colocado a dos mil y tantos metros sobre el nivel del mar, según dicen los carteles anunciadores que se ven por todas partes, nos reunimos más de cien personas en el comedor a la hora del almuerzo. El mayor frío, la más helada compostura reina entre nosotros.
Se ve que, albergados y reunidos por la casualidad en este hotel, nos estorbamos; una muralla de prejuicios y de convencionalismos nos separa. Las solteronas inglesas leen su novela romántica; las familias alemanas hablan entre sí; algún ruso bebe champagne mientras mira con los ojos vagos e inexpresivos, y algún hombre moreno, de país cálido, parece apabullado ante este silencio lúgubre.
Por las ventanas se ve el lago Leman, encerrado aquí cerca en montañas, azul como una gran turquesa, surcado por velas blancas, triangulares. Se oye de cuando en cuando el ruido estridente de la sirena de un vapor y el murmullo del tren funicular.