AL lado de la iglesia de la Navicella pasamos por la villa Mattei, y Susana quiso que entráramos. ¡Qué hermosa posesión! ¡Qué admirables terrazas las de este jardín! ¡Qué laureles! ¡Qué limoneros! ¡Qué fuentes! ¡Qué viejas estatuas! ¡Qué espesas sombras de pinos y de encinas! Kennedy, que conoce admirablemente la historia de todos los rincones de Roma, me ha contado que a principios del siglo XIX la villa Mattei era propiedad de Godoy. El rey Carlos IV y su mujer estaban en Roma, viviendo en el palacio Barberini, y pasaban los días en este retiro de la villa Mattei, y mientras el favorito y la reina, hecha ya una arpía, pasaban por estas poéticas avenidas, bordeadas de boj y de laureles, el buen Borbón, ya viejo, con la frente adornada como un fauno, iba tras ellos, mirándoles encantado, no se sabe si tocando el caramillo.
La amiga de Susana se ha reído al pensar en el buen Carlos IV, con su chupa y su casaca, y sus aditamentos de sátiro, y su flauta campestre; pero a Susana no le ha hecho gracia la alusión, sea porque piensa en las infidelidades de su marido, o sea porque considera que si su padre llega a ser el rey de los borceguíes de cuero, tendrá entonces cierto parentesco espiritual con los Borbones. Hemos visto en la villa Mattei un edículo que se yergue al borde de una terraza, entre plantas trepadoras. Allá, según dice una inscripción, San Felipe de Neri hablaba a sus discípulos de las cosas divinas. Desde la terraza se ven las termas de Caracalla, y por encima, la campiña de Roma.
Hemos salido de la villa Mattei y de la plaza de la Navicella, y bajado por un sitio en donde se levanta una muralla, con arcos, bajo los cuales algunos mendigos han hecho chozas con latas de petróleo. Por allí hay un merendero que se llama Osteria di Porta Metronia.
Ha consultado la amiga de Susana su libro, y ha resultado que nos encontramos en el valle de Egeria.
De aquí hemos salido a un camino estrecho, que bordea un muro, no muy alto, sobre el cual salen ramas verdes de laureles. Enfilando el camino se veía un obelisco egipcio, y el acroterio de San Juan de Letrán. Esta reunión de estatuas, de un color rojizo, destacándose en el cielo azul, tenía mucho de extraño.
Tomamos hacia abajo, por la calle de San Sixto Vecchio, que pasa también al lado de una pared; al final de la cuesta hay un molino, con una acequia profunda. La amiga de Susana decía que le gustaría bañarse allá.
Salimos, ya al anochecer, casi enfrente de las termas de Caracalla.
—Estas ruinas las debían derribar definitivamente —he dicho yo.
—¿Y por qué? —ha preguntado Susana.
—Porque parece que están en pie para demostrar la inutilidad del esfuerzo humano.
A Susana tampoco le preocupa gran cosa el que el esfuerzo humano sea útil o inútil.
A mí, sí, porque el esfuerzo mío entra dentro del esfuerzo humano, no por otra cosa.
Hemos vuelto, pasando por el Foro; pero hoy no hemos encontrado ningún entierro. Exigir que todos los días muriera uno y sacaran su cadáver durante el crepúsculo para la emoción del turista, creo que sería exigir demasiado.
Al llegar a su hotel, Susana ha dejado que suba primero su amiga, y luego sola, mirándome expresivamente, poniéndose la mano en el pecho, me ha dicho en español nasal:
—Mi corazón arde en mucha llama.
No lo creo.