DESOLACIÓN

MARCHARON, sin hablar, dominados por la melancolía del ambiente. Alguno que otro campesino, tostado por el sol, con su fardelillo lleno de hierbas, venía del campo, cantando.

Pasaron César y Susana por delante del cementerio israelita, y se detuvieron a mirarlo por una reja. La tapia ocultaba la zona incendiada del crepúsculo; en el cénit dominaba un azul verdoso.

Siguieron adelante. Comenzó a sonar una campana. César estaba abatido. Susana callaba.

Cruzaron una calle con casas nuevas y negras; pasaron por delante de una plazoleta con una iglesia triste. La calle que tomaron se llamaba de San Teodoro. A la izquierda, por la vía del Velabro, se veía un arco con varias hornacinas a los lados de la única arcada.

Pasó una bandada de seminaristas negros.

—¡Pobre gente! —murmuró César.

—Compadece usted mucho —dijo Susana, burlonamente.

—Sí. Estos chicos me dan lástima.

Ahora, a mano derecha, se erguían ante ellos las ruinas furiosas del Palatino; murallas de ladrillo, arcos derruidos, paredes decrépitas, y encima, una terraza de un jardín con un barandado. Sobre la terraza se perfilaban en el cielo cipreses altos y negruzcos, encinas romanas de tupido follaje y una ancha palmera de arqueadas hojas.

De aquellas ruinas tan trágicas se exhalaba como una gran desolación, bajo el cielo profundo y verde.

Susana y César se acercaron al Foro.

A la luz opaca del anochecer, el Foro tenía aire de cementerio. Dos ventanas brillaban, iluminadas, en el muro alto y negro del Tabularium, y comenzaban a tocar unas campanas agudas.

Subieron los dos la escalera que conduce al Capitolio, y en una pequeña terraza se detuvieron a contemplar el Foro.

—¡Qué terrible desolación! —exclamó Susana.

—Todas las piedras parecen tumbas —dijo César.

—Sí. Es verdad.

—¿Y qué son esas tres bóvedas abiertas que dan una impresión tan extraña de grandeza? —preguntó César.

—Es lo que queda de la basílica de Constantino. Contemplaron los dos durante largo rato esta extensión abandonada, con sus columnas melancólicas y sus piedras blancas.

En una calle que desemboca en el Foro comenzaron a brillar dos filas de luces de gas de color verdoso.

Al pasar por la cuesta que sube al Capitolio, en una callejuela de la izquierda, en la vía del Monte Tarpeo, vieron reunido el cortejo de un entierro. En aquel instante estaban sacando el cadáver a la calle. Varias mujeres, de negro, esperaban a la puerta de la casa, con cirios encendidos.

El cura, con sobrepelliz blanca y cruz alzada, dio la orden de marcha, y se puso al frente de la comitiva; cuatro hombres levantaron el ataúd y lo pusieron en hombros, y el cortejo de mujeres de negro, de hombres y de niños, siguió detrás. Las campanas, agudas, volvieron a sonar en el aire.

—¡Oh, qué emoción! —dijo Susana, llevándose la mano al pecho.

Contemplaron cómo se alejaba el cortejo, y entonces César murmuró, de malhumor:

—Es estúpido.

—¿Qué? —preguntó Susana.

—Digo que es estúpido complacerse en sentirse miserable. Esto que hacemos es absurdo y malsano.

Susana se echó a reír, y al despedirse de César le estrechó la mano con energía.