SE fueron don Calixto y el canónigo a España; César pensó que estaba perdiendo el tiempo en Roma y que debía largarse, pero se quedó. Le preocupaba que Susana Marchmont se hubiera marchado y no le escribiera.

Dos veces preguntó en el hotel Excelsior por ella, y le dijeron que no había vuelto.

A principios de mayo, una tarde en que se hallaba decidido a hacer su equipaje y a marcharse, recibió una tarjeta dé Susana, en que le participaba su llegada, y le citaba para tomar el té en el Ristorante del Castello dei Cesari.

César salió inmediatamente de casa y tomó un coche, que le llevó a la parte alta de la colina del Palatino.

Bajó a la entrada del jardín del Ristorante, lo cruzó y pasó a una gran terraza.

Había unos cuantos americanos tomando el té, y en un grupo de estos estaba Susana.

—¡Qué tarde ha venido usted! —dijo ella.

—He recibido ahora mismo su tarjeta. ¿Y qué ha hecho usted por Corfú? ¿Cómo le ha ido por allá?

—Muy bien. Es admirable todo aquello. He estado también en el Epiro y en la Albania.

Susana contó sus impresiones en aquellos países, con muchos detalles, leídos seguramente en el Baedeker. Estaba muy elegante y más bonita que nunca. Dijo que su marido debía encontrarse en Londres; hacía ya más de un mes que no tenía noticias suyas.

—¿Y cómo sabía usted que yo estaba aquí todavía? —le preguntó César.

—Por Kennedy, que me ha escrito. Es un amigo excelente. Me hablaba mucho de usted en sus cartas.

César creyó notar que Susana le hablaba con más entusiasmo que de ordinario. Quizá en ella el alejamiento había producido un efecto parecido de preocupación como en él. César la contemplaba casi apasionadamente.

Desde la terraza se veían las ruinas trágicas del palacio de los Césares, arcadas rotas cubiertas de hierba, restos de muros todavía en pie y agujeros de los arcos y de las ventanas, y algún ciprés afilado, y algún pino de copa redonda en medio de los paredones derruidos.

A lo lejos se veía el campo, Frascati y los montes azules de la lejanía.

Como era ya tarde, el grupo de los americanos amigos de Susana decidieron volver en coche.

—Yo voy andando —dijo Susana en voz baja—. ¿Quiere usted acompañarme?

—Con mucho gusto.

Se despidieron de los demás, atravesaron la avenida del jardín, adornada a un lado y a otro con estatuas antiguas y lápidas, y salieron a la vía de Santa Prisca, una calle entre dos tapias negras, con algún farol de trecho en trecho.

—¡Oh, qué cielo! —exclamó ella.

—Es espléndido. Era un azul de un brillo de nácar; en el cénit brillaba imperceptiblemente alguna estrella; en el poniente nadaban nubes doradas y rojas.

Fueron bajando la calle, en cuesta, a lo largo de una tapia. En algunos sitios, por encima de las paredes bajas, se destacaban grupos de pitas, mostrando sus ramas, duras y afiladas como puñales.

Había en este anochecer un gran silencio; se oía entre el ramaje de los árboles el piar de los gorriones. De lejos llegaba, de cuando en cuando, el resoplido de un tren.