TOMÓ el landó donde iba la familia bretona por la vía Appia, y el coche de César y don Calixto siguió tras él.
Pasaron por delante de la tumba de Cecilia Metela, y pudieron tender la vista por este viejo camino, a cuyos lados se ven esos restos de acueductos, que al caer de la tarde tienen una grandeza imponente.
Don Calixto y don Justo discutían una cuestión de política del pueblo.
Magníficamente indiferentes, no les producía la menor impresión aquellos sepulcros rotos, aquellos arcos abandonados, invadidos por la hierba, aquellos vestigios de una civilización gigantesca.
El cochero señaló Frascati, en la falda de un monte, Albano, Grottaferrata y Tívoli.
César sentía la grandeza del paisaje; la enorme tristeza de aquellos trozos de acueductos de color de hierro roñoso, bajo un cielo espléndido de nubes rojas.
Volvieron al anochecer. César se encontraba aplanado. Los muros de las termas de Caracalla le parecían amenazadores. Aquellos paredones altísimos, rotos, de color de ladrillo, quemado por el sol, le daban la impresión de la fuerza del pasado. Cerca no había árboles, ni casas, como si estas ruinas imponentes impidieran toda vida a su alrededor. Sólo un almendro humilde extendía sus flores blancas.
Don Calixto y el cura seguían charlando.