NO tardó mucho tiempo en salir por un agujero del suelo otro grupo numeroso de turistas, y entre ellos apareció un fraile trapense, que se acercó adonde estaban don Calixto y César. El trapense llevaba un bastón, y en el extremo del bastón, una cerilla enroscada. Preguntó si todos entendían el francés; el que no lo entendiera se podía quedar para otro turno.
—Yo no lo entiendo —dijo el canónigo.
—Ya le traduciré a usted lo que dice —replicó César.
—Bueno —contestó el canónigo.
—En avant, messieurs —dijo el trapense, encendiendo la cerilla e invitando a todos a hacer lo mismo.
Uno a otro se fueron dando la luz, y, con las velitas encendidas, comenzaron a bajar a las Catacumbas.
Entraron por una galería angosta como la de una mina, que se ensanchaba a trechos por espacios más amplios.
En algunos sitios se abrían agujeros en el techo.
César nunca había pensado cómo serían estas célebres Catacumbas, pero no se las figuraba tan pobres y tan siniestras.
La impresión era desagradable, de ahogo de sofocación, sin que realmente se experimentase sensación alguna de grandeza. Aquello parecía un hormiguero abandonado. Los anchurones que se abrían a los lados del pasillo eran capillas, según dijo el fraile. El trapense cicerone contribuía a alejar toda idea grave con su charla y con sus chirigotas. Familiarizado con aquellas tumbas, las había perdido el respeto, como los sacristanes a los santos, a quienes quitan el polvo con el plumero. Además, juzgaba todo con un criterio estético completamente irrespetuoso; para él no había más que sepulcros de carácter artístico, o sin carácter, de buena o de mala época, y a estos últimos les daba con el palo desdeñosamente.
El marino bretón, irritado, le preguntó varias veces a César.
—¿Cómo se permite esto?
—Yo no sé —contestó Cesar.
El fraile hacía observaciones extraordinarias. Explicando la vida de los cristianos en los primeros tiempos del cristianismo, dijo:
—En este siglo las costumbres de los pontífices eran tan relajadas, que el Papa tenía que salir acompañado por dos personas que vigilaran su honestidad.
—¡Oh, oh! —dijo un joven francés, con acento petulante.
—¡Ah! C’es l’histoire —contestó el fraile. César tradujo lo dicho por el trapense a don Calixto d al canónigo, y los dos quedaron verdaderamente perplejos.
Siguieron estas largas y estrechas galerías. Hacía una impresión extraña ver la procesión de turistas con sus velitas encendidas. No se advertían los trajes modernos ni los tocados de las señoras, y de lejos, la procesión alumbrada por las llamitas de las velas tenía un aspecto misterioso.
Al final del grupo iban dos señores hablando inglés. El uno era un gentleman poco versado en cuestiones arqueológicas; el otro, un señor alto, con facha de sabio. César se acercó a oírles. Uno de ellos explicaba a su compañero todo lo que iban viendo, la significación de los emblemas grabados en las lápidas y las costumbres funerarias de los cristianos.
—¿No ponían cruces? —preguntó el gentleman poco ilustrado.
—No —dijo el otro—. ¡Si dicen que la crux para los romanos representaba la horca! Así, la más antigua representación del crucifijo es una figura del museo Kircher, que es un cristiano arrodillado delante de un hombre con cabeza de burro colgado de una cruz. En letras griegas pone: Alexamenes adora a su Dios. Dicen que esta figura procede del Palacio de los Césares, y se considera como una caricatura de Cristo, hecha por un soldado romano en una pared.
—¿Tampoco se ponían imágenes de Cristo?
—No; no ve usted que estaban en el gran período de discusión acerca de si Cristo era feo o hermoso.
El señor alto se enfrascó en una larga disertación acerca de los motivos que tenían, unos para asegurar que el cuerpo de Cristo era de una gran belleza, y los otros para afirmar que era de una terrible fealdad.
César hubiese querido seguir oyendo lo que decía este señor, pero don Calixto se acercó a él. Estaba el trapense explicando algo delante de dos momias, y quería que César le tradujese lo que decía.
Sirvió César de intérprete. Comenzaban a consumirse las velas y había que salir.
El cicerone les llevó rápidamente por una galería, en cuyo fondo había una escalera, y salieron al sol. El fraile apagó la cerilla de su bastón y comenzó a gritar:
—Ahora, señores, ¿quieren ustedes escapularios, medallas, chocolate?
César contempló a sus compañeros de expedición. El canónigo estaba indiferente. El viejo marino bretón daba muestras de una indignación profunda, y su hija, la francesita mística, tenía lágrimas en los ojos.
—Esta pobre francesita, que ha venido tan entusiasmada, ha salido de las Catacumbas como una rata de una alcantarilla —dijo César.
—¿Y por qué? —preguntó don Calixto.
—Por lo que ha dicho el fraile. Ha estado realmente escandaloso.
—Es verdad —dijo gravemente el canónigo—, nunca lo hubiera creído.
—Roma veduta, fede perduta —dijo don Calixto—. ¿Y a usted, César, no le ha preocupado esta visita?
—Sí, he estado preocupado con no constiparme.