DON Calixto y el canónigo tenían gran interés en visitar las Catacumbas; César sabía que no era del todo agradable la visita, e intentó disuadirles de su propósito.
—No sé si ustedes sabrán que hay que pasar allí todo el día.
—¿Sin almorzar? —preguntó el canónigo.
—Sí.
—¡Oh, no! Es imposible.
—Hay que sacrificarse por el cristianismo —dijo César.
—Usted no tiene muchas ganas de sacrificarse —replicó don Calixto.
—Es que creo que aquello es húmedo y malsano, y una bronquitis cristiana no sería del todo agradable, a pesar de su origen religioso. Y además, ya sabe usted, hay que estar sin comer.
—Se puede comer allí algo —dijo don Justo.
—¡Comer allí! —exclamó César—. ¡Comer un trozo de jamón delante de esos nichos de las Catacumbas! A mí me molestaría.
—Pues a mí, no —contestó el canónigo.
—¡Delante de las tumbas de los mártires y de los santos!
—Ellos, aunque fueran santos, comerían —replicó el canónigo con su excelente buen sentido.
César tuvo que reconocer que, aunque fueran santos, comerían. Había en el hotel una familia francesa, que también pensaba ir a visitar las Catacumbas, y decidieron don Calixto y don Justo ir con ellos el mismo día.
La familia francesa estaba compuesta por un señor bretón, alto, de patillas, que había sido marino; su mujer, que tenía aspecto de lugareña, y la hija, una señorita delgada, pálida y triste. Llevaban en su compañía, medio de institutriz, medio de criada, a una campesina, flaca, de aire desconfiado.
La señorita confesó a César que hacía mucho tiempo que soñaba con las Catacumbas. Se sabía de memoria la descripción que hace de ellas Chateaubriand en Los Mártires.
Al día siguiente, la familia francesa, en un landó, y don Calixto, con el canónigo y César en otro, fueron a ver las Catacumbas.
La familia francesa llevaba como cicerone a un abate grueso y sonriente.
Cinco personas no cabían en el landó, y el señor bretón tuvo que sentarse en el pescante. Don Calixto le ofreció un asiento en su coche; pero el bretón, que debía de ser terco como una mula, dijo que no, que desde el pescante disfrutaba más del panorama.
Pararon un momento, por indicación del abate, en las termas de Caracalla, y las recorrieron. El cicerone explicó dónde estaban las diferentes salas de baños y el tamaño de las piscinas. Aquellas construcciones ciclópeas, aquellas bóvedas altísimas, los muros enormes, le dejaron a César asombrado.
No se comprendía una cosa así más que en un pueblo que tuviera la locura de lo gigantesco, de lo titánico.
Salieron de las termas y se pusieron en marcha. Siguieron la vía de San Sebastián, entre dos tapias; dejaron atrás las ruinas imponentes de las termas de Caracalla y varios establecimientos de reconstrucciones arqueológicas, y el coche se detuvo a la puerta de las Catacumbas.
Avanzaron, dirigidos por el abate, y llegaron a una especie de despacho.
Pagaron todos una peseta por una cerilla que fue dándoles un fraile, y se reunieron en grupo, sin saber bien lo que esperaban. En este grupo había dos dominicos alemanes: uno alto, de barbas rojas, como si fueran de fuego, que le llegaban hasta la cintura, y el otro, delgado, de nariz como un cuchillo.