—ÉSTO, en el fondo, ha sido un magnífico negocio —dijo César—. Monopolizar el cielo y el infierno, cobrar las acciones en la tierra y pagar los dividendos en el cielo. No hay banco hipotecario, ni casa de préstamos que dé tanta renta. Y a su sombra, ¡cuántos negocios se han desarrollado! Aquí, en esta plaza, tengo un amigo que es un judío vendedor de rosarios, y me ha dicho que sus asuntos van muy bien. En tres semanas ha vendido ciento cincuenta kilogramos de rosarios bendecidos, doscientos kilogramos de medallas y cerca de medio kilómetro cuadrado de escapularios.
—¡Qué exageración! —dijo don Calixto.
—No; si es verdad. Él se alegra que estas cosas, que considera nefandas, se vendan, porque en el fondo es liberal y judío; lo único que hace, si puede, en descargo de su conciencia, es cobrar el diez por ciento más en todo, y dice por lo bajo: ¡Que se fastidien los católicos!
—Qué historias; ¡si le oyera a usted el canónigo!
—No, si todo eso es verdad. Ahora, es lo que dice mi amigo: el comercio es el comercio. Porque me ha hecho observar que cuando vienen los garibaldinos hacen un gasto de unas cuantas botellas de vino de Chianti, y luego se acuestan en cualquier perrera, y ya no gastan nada. En cambio, los ricos católicos compran y compran…, y allá van los kilos de rosarios y de medallas, las toneladas de velos para visitar al Papa, las resmas de bulas para comer carne, y para comer carne y pescado, y hasta para sonarse con las páginas de la Biblia si se quiere.
—No sea usted tan irrespetuoso.
Después de que el canónigo se enteró de todos los metros cuadrados que había de mármol en San Pedro, salieron de nuevo a la plaza. César mostró ese conjunto de edificios irregulares que forma el Vaticano.
—Aquel debe ser el cuarto del Papa —dijo César, mostrando una ventana cualquiera—. ¿Usted estaría allí, don Calixto?
—No sé; mire usted —dijo él—, no me figuro bien dónde estuve.
—No tiene ni idea por dónde ha andado —pensó César, y añadió—: Aquella es la Biblioteca; allí está la habitación del secretario de Estado; allí se reúne el Santo Oficio —y dijo todo lo que se le ocurrió con un completo desahogo.
Al tomar el coche y pasar por una tienda de objetos religiosos, don Calixto dijo al canónigo:
—Qué le parece a usted, don Justo; según dice don César, los dueños de estas tiendas, donde se venden medallas y cruces, son judíos.
—¡Ca! Eso no puede ser —replicó el canónigo rotundamente.
—¿Por qué no?
—¡Ca!
—¿Por qué le choca a usted? —exclamó César—. Si vendieron a Jesucristo vivo, ¿por qué no lo van a vender muerto?
—Pues me alegro saberlo —saltó el canónigo, de pronto—, porque tenía que comprar unas medallas para hacer unos regalos, y ya no las compraré.
Don Calixto sonrió, y César comprendió que el buen canónigo se aprovechaba de la noticia para no gastar un cuarto.