AL pasar por delante del castillo de Sant Angelo, César empezó a contar la historia de Teodora y de su hija Marozia; estas dos mujeres, que habían vivido allí, y que durante cerca de cuarenta años cambiaron los Papas como quien cambia de cocinera.
—¿Ustedes conocen la historia de estas mujeres? —preguntó César.
—Yo, no —dijo el canónigo.
—Ni yo —añadió don Calixto.
—Pues la contaré mientras llegamos a San Pedro. Teodora, dama influyente, se enamora de un cura joven de Rávena, y le hace elegir Papa, con el nombre de Juan X. Su hija Marozia, jovencita y virgen, se entrega al Papa Sergio III, que era un hombre caprichoso y fantástico, que tuvo una vez la humorada dé desenterrar al Papa Formoso y someterle, ya putrefacto, al juicio de un sínodo. De este hombre estrafalario la Marozia tiene un hijo; luego se casa hasta tres veces. Esta dama ejerce en la Santa Sede una influencia omnímoda.
»A Juan X el querido de su madre, lo destituye y lo envía a morir a la cárcel. Con el sucesor, León VI, a quien nombra ella Papa, pero que quiere emanciparse de su yugo, hace otro tanto.
»El Papa siguiente, Esteban VII, muere de enfermedad, veinte meses después de su reinado, y entonces Marozia da la corona pontifical al hijo que había tenido con Sergio III, y que toma el nombre de Juan XI. Este Papa y su hermano Alberico comienzan a sentir de una manera pesada la influencia de su madre, y en una revuelta popular se deciden a apoderarse de Marozia y la cogen y la sepultan viva en el in pace de un convento.
—¿Pero esto es histórico? —preguntó el canónigo, completamente estupefacto.
—Absolutamente histórico.
El canónigo hizo un gesto de resignación y miró a don Calixto con asombro.
Mientras contaba César la historia, pasó el coche por una calle estrecha y bastante abandonada, llamada del Borgo Vecchio, en cuyas ventanas colgaban trapos puestos a secar, y salieron a la plaza de San Pedro. Dieron una vuelta por esta enorme plaza. El cielo estaba azul. Una fuente echaba el agua, que se convertía en nube en el aire y producía un brillante arco iris.
—La verdad es que se pregunta uno —dijo César— si San Pedro no será uno de los edificios de peor gusto que haya en el mundo.
Bajaron delante de la escalinata.
—Su amigo debe ser inteligente en cuestiones arqueológicas… —preguntó César.
—¿Quién, don Justo? Nada. César se echó a reír, subió delante de los otros dos las escaleras, levantó la cortina de cuero y pasaron los tres a San Pedro.