LA VIDA DE CÉSAR BORGIA

DESPUÉS de explicar con detalles el cuadro, pasó Kennedy, seguido de César, a la otra Sala, de las Artes liberales, adornada con una gran chimenea de mármol.

—Y de César Borgia, ¿no hay aquí ningún retrato? —preguntó César.

—No. Aquí tengo yo una fotografía del de Giorgione —dijo Kennedy mostrando una tarjeta postal.

—¿Y qué clase de hombre era? ¿Qué hizo?

Kennedy se sentó en un banco que había cerca de la ventana, y César, junto a él.

—En esta época, próximamente —dijo Kennedy—, César Borgia vino a Roma desde la Universidad de Pisa, cuando le hicieron Papa a su padre. Tendría entonces unos veinte años, y era fuerte, ágil, domaba caballos, manejaba las armas admirablemente y mataba toros.

—¿También?

—Era un buen español. En un patio, que desde aquí no se ve por estos cristales esmerilados, pero adonde caen estas ventanas, César Borgia toreó, y el Papa se asomó aquí a ver los quiebros y las estocadas de su hijo.

—¡Qué granujas! —exclamó sonriendo César.

El inglés siguió la historia de Borgia, sus intrigas con el rey de Francia, la muerte del marido de Lucrecia, los asesinatos atribuidos al hijo del Papa, la ejecución misteriosa de Ramiro del Orco, que hace decir a Maquiavelo que César Borgia es el príncipe que mejor sabe hacer y deshacer los hombres, según sus méritos; luego, el golpe de Sinigaglia con los condottieri.

Ya tenía César Moncada una gran curiosidad. Estos Borgias le interesaban. Su simpatía iba hacia aquellos grandes bandoleros que dominaban Roma y querían apoderarse de Italia, penca a penca, como una alcachofa. Su propósito le parecía bien, casi moral. La divisa Aut Cassar, aut nihil era digna de un hombre de energía y de valor.

Kennedy, que veía el interés de César, contó luego la escena en la casa de campo del cardenal Adrián Corneto; la intención de Alejandro VI de dar una comida allí a varios cardenales y de envenenarlos con un vino encerrado en tres botellas, para heredarlos; la superstición del Papa, que envía al cardenal Caraffa al Vaticano por una caja de oro en donde guarda una hostia consagrada, y de la cual no se desprende nunca, y la equivocación del sumiller, que sirve del vino envenenado a César y a su padre.

—Aquí, a este cuarto, le trajeron al Papa moribundo —dijo Kennedy—, y mostró una puerta en cuyo dintel, de mármol, se lee: Alexander Borgia Valentin P. P. Ocho días dicen que pasó aquí entre la vida y la muerte, hasta morir, y que su cadáver, al ser expuesto, se descompuso horriblemente.

Luego Kennedy contó la historia de César, curándose por el extraño método de meterse en el vientre de una mula recién muerta; la fuga de Roma, enfermo, en andas, con sus soldados, hacia la Romaña; su prisión en el castillo de Sant Angelo; su captura por el Gran Capitán; sus esfuerzos para escaparse de su prisión de Medina del Campo, y su muerte oscura en el camino de Mendavia, cerca de Viana de Navarra, por un soldado del conde de Lerín, llamado Garcés, natural de Ágreda, que dio tal lanzada al Borgia, que rompiéndole el arnés le pasó todo el cuerpo de parte a parte.

César estaba emocionado. El oír relatar estas historias de gentes que habían vivido allí, en aquellas mismas habitaciones, le daba una impresión de realidad completa.

Al salir los dos y al tomar por la galería de las inscripciones, miraron por una ventana.

—¿Aquí toreraría? —dijo César.

—Sí.

El patio era grande, con una fuente en medio, de cuatro surtidores.

—La vida entonces debía ser más intensa que ahora —dijo César.

—¡Quién sabe! Quizá fuera lo mismo que ahora —repuso Kennedy.

—¿Y la historia? La historia depurada, ¿qué dice de estos Borgias?

—Del Papa Alejandro VI dice que sus hijos los tuvo de matrimonio; que fue un buen administrador; que el pueblo estaba contento con él; que defendió la influencia de España, porque era español; que no parece cierta la historia de los envenenamientos, y que él mismo no debió morir envenenado, sino de una fiebre malaria.

—¿Y de Lucrecia?

—De Lucrecia dice que era una mujer por el estilo de las de su época; que no hay datos para creer en sus incestos y sus envenenamientos, y que sus primeros matrimonios, que no se llevaron realmente a cabo, no eran más que maniobras políticas, de su padre y de su hermano.

—¿Y de César?

—César es el que aparece realmente terrible en la familia. Su divisa Aut Caesar, aut nihil, no era una frase cualquiera, sino la decisión inquebrantable de ser rey o de no ser nada.

—Al menos este no es una mixtificación —murmuró César.