TRISTEZA DE VIVIR

NO sé por qué no me voy —escribía César otro día a su amigo—. Cuando salgo por la tarde y veo estas casas de ocre a un lado y a otro, arriba el cielo azul, me entra una tristeza horrible. Estos días de primavera me abruman, me dan ganas de llorar; me parece que sería mejor haber muerto, no dejando la tumba y el nombre y otras cosas ridículas y desagradables, sino desapareciendo en el aire o en el mar. Parece mentira; nunca me he divertido tanto como una vez que me encontré en París, enfermo, solo y con unas calenturas. Estaba en un cuarto de un hotel y daba la ventana a un jardín de una casa rica, y se veían las copas de los árboles, y yo transformaba aquello en un bosque virgen, en el que me pasaban aventuras admirables.

Después de esto, he pensado muchas veces que las cosas, probablemente, no son buenas ni malas, ni tristes ni alegres de por sí; el que tiene nervios sanos y normales, y el cerebro igualmente sano, refleja bien las cosas ambientes como un buen espejo, y siente con seguridad la impresión de su acuerdo con la naturaleza; ahora, los que tenemos los nervios desquiciados y el cerebro, probablemente, desquiciado también, formamos imágenes defectuosas. Así, yo en París, enfermo y recluido, me encontraba alegre; y aquí, sano y fuerte, cuando contemplo al anochecer estos cielos espléndidos, estos palacios, estas tapias amarillas que toman tonos extraordinarios, me siento uno de los hombres más miserables del planeta…