DOS HOMBRES ABSURDOS

TENGO en el hotel de continuo a mi lado —escribía César a Alzugaray— dos compañeros absurdos: el uno es un alemán de estos rojos, fornidos, de cogote cuadrado; el otro, un noruego delgado y fino. El alemán, que es comandante de no sé qué arma, es un hombre inquieto, que no comprendo qué demonios hace. Continuamente anda llevando y trayendo maletas y cajas, acompañado de un criado triste, vestido de negro, que parece que está renegando de su oficio. El comandante debe dedicarse por las mañanas a hacer gimnasia, porque desde mi cuarto, que está pared por medio del suyo, le oigo dar saltos y echar pesas al suelo, que deben ser de media tonelada cada una, a juzgar por el ruido que hacen.

Todo esto lo hace a la voz de mando, y cuando algún movimiento no le sale bien se riñe a sí mismo.

Este alemán no para un momento; abre la puerta del salón, lo atraviesa, se asoma a la ventana, toma un periódico, lo deja. Es un tipo que me pone nervioso.

El noruego, al principio parecía un hombre razonable, algo adusto. A mí me miraba foscamente; yo le contemplaba con parecida fosquedad y me lo figuraba un pensador, un ibseniano que tenía la imaginación perdida entre los hielos de su país. Alguna que otra vez le veía paseándose en el pasillo, frotándose las manos de una manera tan continua y tan frenética que sacaba un ruido de huesos.

De pronto, este señor se transforma como por arte de magia, empieza a bromear con los criados, baila agarrado a una silla, y el otro día lo vi solo dando vueltas al salón con un sombrero de papel en la cabeza, como los chicos que juegan a los soldados, y tocando una corneta, también de papel.

Le miré atónito, él se sonrió como un niño y me preguntó si me molestaba.

—No, no; nada de eso —le dije.

He preguntado en el hotel si este hombre está loco, y me han dicho que no, que es un profesor, un hombre de ciencia, a quien se conoce que le dan estos extraños arrechuchos de alegría.

Otra de las ocurrencias del noruego ha sido componer una serenata, una melodía vulgarísima que a ti te indignaría y que la ha dedicado A la bella Italia. Él mismo ha puesto la letra en italiano; pero como no sabe música, ha mandado venir a un pianista y le ha hecho escribir su serenata. Sobre todo, lo que quiere es que tenga mucho sentimiento; así que el pianista ha intercalado una serie de acotaciones con muchas pausas, que han dejado al noruego satisfecho. Casi todas las noches se canta la serenata A la bella Italia. Alguno que se quiere divertir se pone al piano, el noruego toma una actitud lánguida y entona su serenata. Unas veces va delante, otras detrás del piano, pero invariablemente cuando acaba oye el estrépito de los aplausos y saluda muy entusiasmado.

No sé si es que la gente se ríe de él, o si es él quien se ríe de la gente.

El otro día me dijo, en italiano macarrónico:

—Señor español; yo tengo buena vista, buen oído, buen olfato y… mucho sentimiento.

Yo no comprendí bien lo que me quería dar a entender y no le hice caso. Parece que el noruego se va pronto, y a medida que se acerca el día de la marcha se va poniendo fúnebre.