CÉSAR acompañado de Kennedy, visitó repetidas veces a los más conspicuos miembros del elemento clerical francés que vivían en Roma, y encontró gente más culta que entre los cerriles frailes españoles; pero, como era natural, nadie le dio una indicación útil que le ofreciera la posibilidad de poner sus talentos financieros a prueba.

—Algo ha de venir —se decía—, y al menor indicio nos lanzaremos a trabajar.

César estaba reuniendo datos acerca de la gente que tenía relación en España con el mundo negro de Roma; visitó varias veces al Padre Herreros, a pesar de la prohibición de su tío, y logró que el fraile escribiera a la marquesa de Montsagro, preguntándole si no habría medio de que fuera diputado conservador por su distrito César Moncada, el sobrino del Cardenal Fort.

La marquesa contestó diciendo que era imposible; el diputado conservador por el distrito era muy estimado y de mucho arraigo.

Al terminar Semana Santa, Laura, con la Brenda y su hija, decidieron ir a pasar una temporada a Florencia, e invitaron a César a acompañarlas; pero este se encontraba en muy mala armonía con la Brenda, y dijo que necesitaba quedarse en Roma. Pocos días después se marcharon la Dawson con sus hijas, las de San Martino y la marquesa Sciacca, y una avalancha de ingleses y alemanes, armados de sus Boedeker rojos tomaron por asalto el hotel. Susana Marchmont había ido a pasar unos días a Corfú.

En menos de una semana César se quedó solo, sin conocer a nadie en la casa, y, a pesar de que creía que esto le iba a ser perfectamente igual, se sintió abandonado y triste. La influencia del tiempo primaveral influía también en él. El cielo, azul profundo, sin una nubecilla, denso, oscuro, le hacía languidecer. En vez de entretenerse en algo, casi durante todo el día no hacía más que andar.