EL FRAILE DE LA NARIZ ROJA

AL día siguiente, César estaba acabando de vestirse, cuando le avisó el mozo que un señor le esperaba.

—¿Quién es? —preguntó César.

—Es un fraile.

Salió César al salón y se encontró con un fraile alto y mal encarado, de nariz rojiza y hábito raído.

César recordaba haberlo visto, pero no sabía dónde.

—¿Qué se le ofrece a usted? —preguntó César.

—Vengo de parte de su eminencia el cardenal Fort. Necesito hablar con usted.

—Podemos pasar al comedor. Estaremos solos.

—Sería mejor que habláramos en su cuarto.

—No, aquí no hay nadie. Además, tengo que desayunar. ¿Quiere usted acompañarme?

—Gracias —dijo el fraile.

César recordó haber visto aquella cara en el palacio Altemps. Era sin duda uno de los familiares que estaban con el abate Preciozi.

Vino el mozo a traer el desayuno de César.

—Usted dirá —dijo César al eclesiástico, mientras llenaba su taza.

El fraile esperó a que se fuera el criado, y luego, con voz dura, dijo:

—Su eminencia el cardenal me ha enviado con la orden de que no vuelva usted a presentarse en ninguna parte dando su nombre.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó César con calma.

—Quiere decir que su eminencia se ha enterado de sus intrigas y maquinaciones.

—¿Intrigas? ¿Qué intrigas son esas?

—Usted lo sabrá. Y su eminencia le prohíbe seguir por ese camino.

—¿Que me prohíbe a mí hacer visitas su eminencia? ¿Y por qué?

—Porque toma usted su nombre para presentarse en ciertos sitios.

—No es verdad.

—Usted ha dicho donde ha ido que es sobrino del cardenal Fort.

—¿Y no lo soy? —preguntó César después de tomar un sorbo de café.

—Es que usted se quiere valer de su parentesco, no se sabe con qué fines.

—¿Que yo me quiero valer del parentesco del cardenal Fort? ¿Y por qué no?

—¿Lo confiesa usted?

—Sí, lo confieso. La gente es tan imbécil, que cree que tener un cardenal en la familia es un honor; yo me aprovecho de esa idea estúpida, aunque no la comparto, porque para mí un cardenal es solamente un objeto de curiosidad de museo arqueológico…

César se detuvo, porque la fisonomía del fraile se ensombrecía. En el crepúsculo de su cara pálida, su nariz parecía un cometa que indicase una calamidad pública.

—¡Desgraciado! —murmuró el fraile—. No sabe usted lo que dice. Está usted blasfemando. Está usted ofendiendo a Dios.

—¿Pero de veras cree usted que Dios tiene alguna relación con mi tío? —preguntó César atendiendo al pan tostado más que a su interlocutor. Y luego añadió:

—La verdad es que sería una extravagancia por parte de Dios.

El fraile miraba a César con ojos terribles. Aquellos ojos grises, debajo de las cejas largas, negras y cerdosas, fulguraban.

—¡Desgraciado! —volvió a repetir el fraile—. Debía usted tener más respeto con lo que es superior a usted.

César se levantó.

—Me está usted molestando e impidiéndome tomar el café —dijo con finura—, y tocó el timbre.

—¡Tenga usted cuidado! —exclamo el fraile, agarrando del brazo a César con violencia.

—No vuelva usted a tocarme —dijo César, desasiéndose violentamente, con la cara pálida y los ojos brillantes—, porque tengo aquí un revólver de cinco tiros, y tendré el gusto de disparárselos uno a uno, tomando por blanco ese faro que lleva usted en la nariz.

—Dispare usted, si se atreve.

Afortunadamente, al ruido del timbre había entrado el mozo.

—¿Quiere algo el señor? —preguntó.

—Sí, que le acompañe usted a la puerta a este eclesiástico y que le diga usted de paso que no vuelva más por aquí.

Días después, César supo que en el palacio Altemps había habido gran revuelo, a consecuencia de sus visitas. Preciozi había sido castigado y enviado fuera de Roma, y los varios conventos y colegios de españoles, advertidos para que no recibieran a César.