VOLVIERON a tomar el coche, y atravesando el centro de Roma bajaron delante del palacio Farnesio.
—Dentro de unos diez minutos salgo —dijo Kennedy.
El palacio Farnesio le produjo a César una gran admiración; no había pasado nunca por delante de él. Desde una de las fuentes de la plaza estuvo contemplando aquel enorme edificio cúbico, que parecía un dado tallado en un inmenso bloque de piedra.
—Esto sí que da una impresión de grandeza y de fuerza —se dijo a sí mismo—. ¡Qué admirable palacio! Parece un antiguo caballero, cubierto de su armadura, que mira indiferente las cosas, seguro de su valor.
Paseó César de un extremo a otro de la plaza, absorto ante aquella majestad de piedra.
Kennedy le sorprendió en su contemplación.
—¡Y luego dirá usted que es un buen filisteo!
—Es que este palacio es magnífico. Se ve la grandeza, el poder, la fuerza avasalladora.
—Sí, es magnífico; pero muy incómodo, según dicen los colegas franceses.
Kennedy explicó a César la historia del palacio Farnesio. Fueron los dos por la vía del Mascherone a salir a la vía Giulia.
—Esta vía Giulia es una calle de capital de provincia —dijo Kennedy—; siempre triste, desierta; todavía vive por aquí algún cardenal amigo del recogimiento.
Enfrente de la vía de los Farnesios se detuvo César a mirar dos lápidas de mármol empotradas en la pared a ambos lados de la puerta de una capilla.
En las lápidas, grabados en negro, se veían unos esqueletos; en una ponía: «Limosna para los pobres muertos que se encuentran en el campo»; y en la otra: «Limosna para la lámpara perpetua del cementerio».
—¿Qué es esto? —dijo César.
—Es la iglesia de la Oración de la Cofradía de la Muerte. Las lápidas son modernas.
Pasaron de nuevo por delante del Mascherone, y fueron callejeando hasta llegar a la Sinagoga y al Teatro Marcelo.
Recorrieron calles angostas y sin aceras; pasaron por encrucijadas que parecían de una ciudad muerta y por rincones de aldea. En algunas calles se alzaban los palacios, altísimos y sombríos, de piedra negruzca. Estos palacios misteriosos parecían deshabitados; las rejas estaban tomadas por el moho, en sus tejados nacían toda clase de hierbajos y sus balcones se cubrían de plantas trepadoras. En las esquinas, empotrados en las paredes, se veían nichos cubiertos de cristal. Una madonna pintada, y ya ennegrecida, con adornos y corona de plata, se adivinaba en su fondo, y delante oscilaba un farolillo colgando de una cuerda.
Súbitamente, por una de estas calles estrechas y sin aceras, venía un carro a gran velocidad, y pasaba ahuyentando a las mujeres y a los chicos, sentados en el arroyo.
En todas aquellas barriadas pobres se veían callejuelas cruzadas por cuerdas llenas de harapos; tenduchos negros, de donde salía olor a grasa; callejones estrechos con montones de basura en medio. En los mismos palacios, ya exonerados de su grandeza, aparecía esta decoración de pingajos flotantes. En el Teatro Marcelo se hundía la vista en los arcos, convertidos en fraguas. Parecía algo infernal ver en el fondo de una de aquellas cuevas negras los herreros destacándose entre las llamas.
Esta mezcla de suntuosidad y de miseria, de belleza y de fealdad, se veía reflejada en la misma gente; mujeres jóvenes, bellísimas, alternaban con viejas gordas, negruzcas, cubiertas de harapos, de ojos sombríos, y tipo que recordaba las judías viejas de África.