—SI no tiene usted nada que hacer pasearemos —dijo el inglés.
—Lo que usted quiera.
—¿Se ha fijado usted en las fuentes de esta plaza?
—No.
—Pues vale la pena de fijarse.
César contempló el obelisco central. Se halla este asentado sobre una roca excavada, como una caverna, en cuya abertura aparece un león. Después vieron las fuentes de los lados de la plaza.
—Estas esculturas son de Bernini —añadió Kennedy—. Bernini ha tenido una época en que ha sido muy maltratado por la crítica, pero ahora se le elogia mucho. A mí me encanta.
—Es algo macarrónico, ¿eh?
—Sí.
—¿No vivirá el autor?
—No, hombre; ¡por Dios!
—Porque si viviera hoy sería el encargado de hacer esas chucherías que algunos regalan a las primeras actrices y a los diputados del distrito. Sería el rey de los fabricantes de barómetros complicados.
—Sí, es indudable que Bernini tenía el gusto barroco.
—Da la impresión de un hombre algo farsante y afectado.
—Sí, era un napolitano exuberante, frondoso; pero cuando quería hacía maravillas. ¿No ha visto usted su Santa Teresa?
—No.
—Pues hay que verla. Vamos a tomar un coche.
Fueron hasta la plaza de San Bernardo, una plazuela con tres iglesias y una fuente, y entraron en Santa María della Vittoria.
Kennedy se dirigió directamente al altar mayor y se detuvo a la izquierda.
En un aliar del transepto, esculpido en mármol, se ve un grupo que representa el éxtasis de Santa Teresa. César contempló el grupo absorto. La santa es una muchachita preciosa, caída de espaldas en un espasmo sensual; tiene los ojos cerrados, la boca entreabierta y la mandíbula un poco desencajada. Delante de la santa desmayada hay un angelito que le amenaza, sonriente, con un dardo.
—¿Eh, qué le parece a usted? —dijo Kennedy.
—Es admirable —exclamó César—. Pero esta es una escena de alcoba, en donde se ha escamoteado el galán.
—Sí, es verdad.
—Es bonito de veras; en la cara de la santa parece que se nota la palidez, las ojeras, el aflojamiento de todos los músculos. Luego, el angelito es un guasón, que se está sonriendo de los éxtasis de la santa.
—Sí, es verdad —dijo Kennedy—; por eso mismo es más admirable, porque es tierno, sensual y gracioso a la vez.
—Ahora que esto no es sano —murmuró César—, esta clase de contemplaciones quita fuerza para vivir. Se quiere encontrar hecho en las obras artísticas lo que se debe buscar en la vida, aunque en la vida no se encuentre.
—Bueno, ya apareció el moralista. Parece usted un inglés —exclamó Kennedy—. Vámonos.
—¿Adonde? —Yo tengo que pasar un momento por la Embajada francesa; luego iremos donde usted quiera.