FUERON después a ver al abate Tardieu. El abate vivía en la plaza Navona. Su gabinete, alhajado a la moderna, hacía un efecto de contraste violento, llevando todavía el recuerdo del despacho suntuoso del cardenal Spada. El cuarto de trabajo del abate Tardieu era pequeño, mundano, lleno de libros y de fotografías.
El abate, joven, alto, flaco, de cara sonrosada, la nariz larga y boca casi de oreja a oreja, tenía aire de hombre astuto y jovial, y reía de todo cuanto le decían. Era la viveza personificada. Cuando entraron en su despacho estaba escribiendo y fumando.
César explicó sus conocimientos financieros y cómo los había ido adquiriendo, hasta ver la ley, el sistema, dentro de donde los demás no ven más que la casualidad.
El abate Tardieu prometió que si sabía manera de utilizar los conocimientos de César, le avisaría. Respecto a darle cartas de recomendación para personas influyentes de España, no tenía ningún reparo.
Se despidieron del abate.
—Esto ha de ser lento —dijo Kennedy.
—¡Ah! Claro. No se puede tener la pretensión de que sea en seguida.