EL PLAN DE CÉSAR

DESPUÉS de almozar pasaron Laura, Kennedy y César al salón, y Laura presentó al inglés a las señoritas de San Martino y a la Brenda. Estuvieron charlando hasta las cuatro, hora en que se prepararon a salir las de San Martino en automóvil, y Laura, con la Brenda y su hija, en coche.

César y Kennedy fueron a la calle juntos.

—Están ustedes aquí admirablemente —dijo Kennedy—, sin americanos, ni alemanes, ni demás bárbaros.

—Sí, este hotel es una colmena de pequeños aristócratas.

—Su hermana me decía que podría usted elegir aquí, entre estas muchachas, una novia rica y buena.

—Sí, mi hermana quiere que viva aquí, en un país extranjero, con una tranquilidad de vaca, mirando cuadros y estatuas y viajando sin plan. Para mí esto no sería vivir; yo no soy un hombre de sociedad. Yo necesito la agitación, el peligro… y le advierto a usted que no soy nada valiente.

—¿No?

—No. Ahora, creo que en algunos momentos sabría dominarme y tomar una trinchera sin vacilar.

—¿Pero usted tiene algún plan fijo?

—Sí; pienso volver a España pronto, y trabajar allí.

—¿En qué?

—En la política.

—¿Es usted patriota?

—Sí, hasta cierto punto. No tengo del patriotismo una idea trascendental, eso no. El patriotismo, como yo lo entiendo, es una curiosidad. Yo creo que en España hay fuerza. Si se encauzara esa fuerza en una dirección fija, ¿hasta dónde llegaría? Ese es mi patriotismo; como le digo a usted, una idea experimental.

Kennedy contemplaba o César con curiosidad.

—¿Y de qué le puede servir estar aquí en Roma, para sus planes? —preguntó.

—Sí me puede servir. En España no me conoce nadie. Sólo aquí tengo cierta posición por ser sobrino de un cardenal. En eso quiero basarme. ¿Cómo me las voy a arreglar? No lo sé. Voy orientándome, sondeando.

—Pero la fuerza que pueda usted encontrar aquí será siempre de un carácter clerical —dijo Kennedy.

—¡Ah! Claro.

—¿Pero usted no es clerical?

—No; la cuestión es encaramarse; luego habrá tiempo de ir cambiando.

—Usted no cuenta, amigo César, con que la Iglesia es fuerte todavía, y que no perdona a quien la engaña.

—¡Bah! No le tengo miedo.

—¡Y decía usted que no es valiente! Sí, hombre, es usted un valiente… Ahora dudo de su éxito.

—Me faltan datos.

—Si yo se los puedo proporcionar…

—¿No le molestaría a usted ayudar a un enemigo en ideas?

—No. Yo también tengo ahora alguna curiosidad por ver si llega usted a hacer algo. Si le puedo ser útil, dígamelo usted.

—Se lo diré. César y Kennedy dieron un paseo por las calles, y al anochecer se despidieron afectuosamente.