El CHIC Y LA REVOLUCIÓN

YO comprendo que se odie a los reyes malos, a los conquistadores, ¡pero a los artistas! ¿qué daño hacen? —dijo Laura.

—¡Los artistas! Están haciendo un daño grande a la humanidad entera. Han inventado una estética para el uso de las gentes ricas y han matado la Revolución. El chic acaba con la Revolución. Así, que vuelve todo el entusiasmo por la aristocracia, por la Iglesia, el culto por el rey; se mira al pasado y la acción revolucionaria queda paralizada. Y los que más me indignan son esos estetas de la escuela ruskiniana, para quienes todo es religioso, tener dinero, comprar alhajas, sonarse… todo es religioso. ¡Canallas! ¡Lacayos!

—Mi hermano es un demagogo —dijo Laura con ironía.

—Sí —añadió Kennedy—; no quiere categorías.

—Pues cada cosa tiene su valor, se quiera o no se quiera.

—Yo no niego el valor, ni aun la categoría. Hay grandes valores en la vida, unos naturales, como la juventud, la belleza, la fuerza; otros más artificiales, como el dinero, la posición social; pero eso de la distinción, de la finura aristocrática, es una farsa. Es una leyenda literaria por el estilo de esa que corre en las novelas de que los aristócratas de la vieja cepa cierran sus puertas a los ricachones americanos, o como esa otra historia de que nos hablaba madama Marchmont, de las señoras judías que se despepitan por ser católicas.

—No sé qué quieres demostrar con todo eso —dijo Laura.

—Quiero demostrar que debajo de ese mundo distinguido no hay nada más que dinero, y que por lo tanto no importa que se deshaga. El hombre más ingenioso y más fino, si no tiene dinero, se muere de hambre en un rincón; esa sociedad chic, que se las echa de espiritual, no lo acogerá jamás, porque ser espiritual e inteligente no es un valor en la plaza; en cambio, si se trata de un animal muy rico, llegará a ser aceptado y festejado por los aristócratas, porque el dinero es un valor real, es un valor cotizable, mejor dicho, es el único valor cotizable.

—No es verdad lo que dices; un hombre, por ser rico, no alterna con la gente distinguida.

—No, claro; inmediatamente, no. Hay un proceso preparatorio. Se empieza robando en un tenducho, y se siente uno demócrata y republicano. Luego se roba en una casa de banca, y, en este momento, se siente uno liberal y se comienza a experimentar vagas ideas aristocráticas. Si los negocios van admirablemente, estas ideas aristocráticas se consolidan. Ya se puede venir a Roma a extasiarse con todas estas paparruchas del catolicismo, y después está uno autorizado para reconocer que la religión de nuestros mayores es una bella religión, y se acaba dando una propina al Papa y otra al cardenal Verry, para que le hagan a uno príncipe del Concilio Ecuménico o marqués de la Santa Cruzada.

—¡Qué ideas más estúpidas y más falsas! —exclamó Laura—. Verdaderamente siento tener un hermano que discurre de una manera tan vulgar.

—Tú eres una aristócrata y no te gusta la verdad. Pero los hechos son así. Ya le estoy viendo al encargado de esa oficina de títulos pontificios. ¡Cómo debe divertirse el hombre pensando en el título más apropiado para el vendedor de tasajo yanqui o para el ilustre general andino! ¡Qué admirable sería reunir a todos los obispos in partibus infidelium, y a los títulos del Papa, en un salón! El obispo de Nicea discutiendo con el marqués del Sacro Imperio Romano; la marquesa de la Pascua Florida flrteando con el obispo de Sión, mientras los patriarcas de Tebas, de Damasco y de Trebisonda juegan al bridge con el fabricante de conservas señor Smiles, el rey de la carne de cerdo, o con el ilustre general Pérez, el héroe de Guachinanguito. ¡Qué espectáculo más conmovedor!

—Eres un payaso —dijo Laura.

—Es un satírico completo —añadió Kennedy.