LLEGARON al hotel, y César presentó su amigo Kennedy a Laura.
—Es un admirador tuyo.
—Un admirador respetuoso… y lejano —afirmó Kennedy.
—¿Pero hay admiradores de esa clase? —preguntó, riendo, Laura.
—Aquí me tiene usted a mí —dijo el inglés—, que la conozco a usted desde que vine a Roma, y hasta hoy no he tenido el placer de hablarla.
—¿Y hace mucho tiempo que está usted aquí?
—Cerca de dos años.
—Y le gusta a usted Roma, ¿eh?
—¡Oh! Ya lo creo. Al principio, no, la verdad. Para mí fue una decepción. ¡Había pensado tanto en Roma! —y Kennedy habló de los libros y guías leídos por el acerca de la Ciudad Eterna.
—Pues yo, la verdad, no había pensado nunca en Roma —dijo César.
—¿Y te envaneces de eso? —preguntó Laura.
—No, no me envanezco; lo digo nada más. Yo comprendo que saber las cosas es agradable. Aquí murió César, allá habló Cicerón, en esta piedra tropezó San Pedro, está bien; pero no saber las cosas es también muy cómodo. Yo soy un poco como un bárbaro que pasea indiferente entre monumentos que no conoce.
—¿Y esa idea, no te avergüenza?
—No. ¿Por qué? Para mí sería una molestia conocer muchas cosas sin aplicación. Pasar por delante de una montaña y saber cómo se levantó, de qué está compuesta, qué fauna y qué flora tiene; llegar a un pueblo y saber su historia en detalles. ¡Qué preocupación! ¡Qué fatiga! ¡Yo que odio tanto la historia! Prefiero con mucho ignorarlo todo, y sobre todo lo pasado, y darme de cuando en cuando una explicación caprichosa y arbitraria.
—Pues yo creo que conocer no sólo no es una fatiga —dijo Kennedy—, sino que es una gran satisfacción.
—¿Y aprender también le parece a usted una satisfacción?
—Se conocía casi sin aprender hace miles de años; hoy, para conocer, hay que aprender. Es natural y lógico.
—Sí, claro. A mí me parece también natural y lógico el esfuerzo que supone el aprender con relación a lo útil; pero no con relación a lo agradable. Aprender medicina o mecánica es lógico; pero aprender a ver un cuadro o a oír una sinfonía es una ridiculez.
—¿Por qué?
—Al menos a mí esos neófitos que van con la exclamación preparada a ver el cuadro de Rafael, o a oír la sonata de Bach, me dan una impresión de borregos muy triste. Ahora esos sublimes pedagogos del tipo de Ruskin, esos ya me parecen la flor de la farsantería, de la pedantería y del burguesismo más antipático.
—¡Qué cosas dice su hermano de usted! —exclamó Kennedy.
—No hay que hacerle caso —dijo Laura.
—A mí esos pedagogos artísticos me indignan; me recuerdan a los pastores protestantes y a esos frailes que van vestidos de paisano, que creo que se llaman hermanos de la Doctrina Cristiana. Esos pedagogos son los hermanos de la Doctrina Estética, una de las invenciones más estólidas que se les ha ocurrido a los ingleses. Yo no sé qué encuentro más ridículo, si la Salvation Army o los libros de Ruskin.
—¿Pero por qué le tiene usted ese odio a Ruskin?
—Me parece un idiota. No he hecho más que hojear un libro suyo que se llama Las siete lámparas de la Arquitectura, y lo primero que leí fue un párrafo en que se decía que usar un diamante falso u otra piedra falsa era una mentira, una impostura y un pecado. Yo inmediatamente dije: Este hombre, que cree que el diamante es verdad, y el strass, mentira, es un estúpido que no merece ser leído.
—Sí, bueno: usted toma un punto de vista y él toma otro. Comprendo que no le guste a usted Ruskin; lo que no comprendo es por qué encuentra usted absurdo que el que tenga deseos de penetrar en las bellezas de una sinfonía o de un cuadro, lo haga. ¿Qué hay de extraño en esto?
—Sí, tiene usted razón —dijo César—; el que quiera debe aprender. Yo he hecho lo mismo en cuestiones financieras.
—¿Es verdad que su hermano entiende de cuestiones de Hacienda? —preguntó Kennedy a Laura.
—Él dice que si.
—Yo no creo gran cosa en sus conocimientos financieros.
—¿No?
—No. Usted tiene un dandysmo entre nihilista y financiero. Quiere usted pasar por un hombre tranquilo y equilibrado, por lo que llaman un filisteo, pero no lo puede usted conseguir.
—Lo conseguiré. Yo, es verdad que quiero ser un filisteo, pero de la vida agitada. Todos esos grandes artistas que ustedes admiran, esos Goethe, Ruskin, eran en su vida unos filisteos que tenían como negocio el ocuparse de versos, de piedras y de estatuas.
—Es usted un ergotista Moncada —dijo Kennedy.
—Quizá no tenga razón discutiendo —replicó César—, pero la tengo sintiendo. A mí los artistas me indignan; me parecen viejas damas con un flato que les impide respirar libremente.
—Se rio Kennedy de la definición.