PASEO POR LA VILLA BORGHESE

AL comenzar la Semana Santa se presentó Laura de nuevo en el hotel, a la hora de almorzar.

—¿Y tu marido? —le dijo César.

—No quiere venir. Roma le aburre. Ahora se dedica a tratarse una enfermedad del corazón que dice que tiene.

—¿Y es grave?

—Yo creo que no. Todas las veces que le veo le encuentro con una nueva enfermedad y con un nuevo régimen alimenticio; tan pronto es vegetariano como carnívoro, como dice que hay que comer sólo uvas o sólo pan.

—Entonces veo que pertenece a la ilustre cofradía de los chiflados.

—Y tú no andas muy lejos de entrar en esa cofradía.

—Yo, querida hermana, soy uno de los pocos hombres cuerdos que anda dando tumbos por este manicomio suelto que se llama la Tierra.

—Lo que dices respecto a los hombres es verdad, aunque tú no seas una excepción. Realmente, cuanto más trato a los hombres, me convenzo más de que el que no es loco, es tonto, o vanidoso, o soberbio… ¡Cuánto más inteligentes, más discretas, más lógicas somos las mujeres!

—¡Ah! No me digas. Sois una maravilla: modestas, de buena intención para vuestras rivales, poco amigas de humillar al prójimo o la prójima…

—Sí, sí; pero no somos ni tan vanidosas ni tan farsantes como vosotros. Que una mujer se cree bonita y amable y elegante, y puede no serlo. Es verdad; pero, en cambio, cada hombre se cree más valiente que el Cid, aunque le espante una mosca, y más talentudo que Séneca, aunque sea un bolonio.

—En resumen, que los hombres son una calamidad.

—Eso es.

—Y las mujeres se pasan la vida pescando esas calamidades.

—Los necesitan; hay cosas inferiores, pero que son necesarias.

—Y hay cosas superiores, pero que no sirven para nada.

—¿Quieres venir a pasear conmigo, hermano filósofo?

—¿Adonde?

—Iremos a la Villa Borghese. Dentro de un momento estará el coche.

—Bueno. Vamos.

Un milord de llantas de goma y de dos caballos esperaba a la puerta, y Laura y César entraron en él. El coche pasó por delante del Ministerio de Hacienda, a salir a la Porta Salaria, y entró en los jardines de la Villa Borghese.

La mañana había sido lluviosa; el suelo estaba mojado; el viento agitaba mansamente las copas de los árboles y les arrancaba un murmullo de marea. El coche marchó despacio por las avenidas. Laura estaba muy alegre y charlatana. César la oía como quien oye el gorjear de un pájaro.

Muchas veces, al oírla, pensaba: ¿qué hay dentro de esa cabeza? ¿Cuál es la noción central de su vida? ¿Tendrá realmente una noción de su vida, o no la tendrá?

Después de dar varias vueltas, pasaron por el viaducto que une la Villa Borghese con los jardines del Pincio.