AL día siguiente, César decidió seguir sus investigaciones y fue a ver al Padre Miró.
El Padre Miró vivía en un colegio de la calle de Montserrato. César inspeccionó el plano de Roma, buscando esta calle, y vio que se encontraba en los alrededores del Campo di Fiori, y se dirigió hacia allí.
El día, de primavera, estaba espléndido; el cielo, azul, sin una nube; los tejados de algunos palacios se mostraban decorados con orlas de hierbajos y de florecillas; por las calles, secas e inundadas de sol, un aguador en un carro lleno de botellas gruesas y verdes pasaba cantando y haciendo restallar el látigo.
Cruzó César por el Campo di Fiori, una plaza popular muy animada, con toldos de lona y puestos de fruta al descubierto. En medio se destacaba la estatua de Giordano Bruno, con una corona seca que le rodeaba el cuello.
Tomó después por la calle de Capellari, callejuela estrecha y bastante sucia. De un lado a otro colgaban ropas puestas a secar.
Llegó al colegio y entró en la contigua iglesia. Preguntó por el Padre Miró; un sacristán de bigote largo y gabán azul, destrozado, le acompañó a otro portal, le hizo subir unas escaleras de madera vieja, y le condujo al despacho del que buscaba.
El Padre Miró era un hombrecito pequeño, moreno, roñoso, con una sotana raída, llena de caspa y una gorra de punto grande y sucia, con su gran borla.
—Usted dirá lo que quiere —dijo el curita en tono displicente. César se presentó, y en pocas palabras explicó quién era y lo que pretendía.
El Padre Miró, sin invitarle a sentarse, contestó rápidamente, diciendo que no tenía ningún conocimiento en cuestiones bursátiles o financieras.
César sintió un estremecimiento de cólera al ver la grosería con que le trataba el curita lleno de manchas, y tuvo el vehemente deseo de echarle las manos al cuello y retorcérselo como a una gallina.
A pesar de su cólera, no se inmutó, y sonriendo preguntó al cura si sabía quién podría orientarle en estas cuestiones.
—Puede usted verle al Padre Ferrer en la Universidad Gregoriana, o al Padre Mendía. Este es un enciclopedista. Es el que escribió la parte teológica de la Encíclica Pascendi, acerca del modernismo. Es un hombre de una cultura muy vasta.
—Está bien; muchas gracias —y César se dirigió hacia la puerta.
—Perdone usted que no le haya invitado a sentarse, pero…
—Es igual —replicó rápidamente César—, y salió a la escalera.
Decidió, en vista del mal resultado de su intento, ir a la Universidad Gregoriana. Le dijeron que estaba en la calle del Seminario, y supuso que sería un edificio grande, con unos puentecillos encristalados sobre dos calles.
Aquel edificio era el Colegio Romano; la Universidad Gregoriana estaba en la misma calle, pero más adelante, enfrente del Ministerio de Correos. El Padre Ferrer no podía recibirle, porque estaba dando clase, y del Padre Mendía, después de subir y bajar y de llevar la tarjeta de César, le dijeron que no estaba.
—César sacó la impresión de que no era tan fácil encontrar la rendija para enterarse de lo que pasaba en el mundo clerical.
—Se ve que la Iglesia les da a todos estos un instinto de defensa que les sirve. En el fondo son unos pobres diablos; pero tienen una gran organización, y no debe ser fácil meter los dedos por entre las mallas de su red.