AL día siguiente fue César en busca del Padre Herreros. Todavía no llegaba a vislumbrar un plan. Su única idea era ver si podía aprovecharse de la casualidad; seguir una pista y estar atento, por si a un lado o a otro surgía algo nuevo.
El Padre Herreros vivía en un convento del Trastevere. César tomó el tranvía en la plaza de Venecia, y lo dejó después de pasar el Tíber, cerca de la Vía delle Fratte.
Dio pronto con el convento; tenía este una portada amarilla con un letrero en latín, en el cual se cantaban las glorias gimnásticas de San Pascual Bailón. Encima del letrero, en un cuadro, la figura de un fraile, sin duda del Bailón, iba danzando por entre las nubes.
En el dintel de la puerta había un escudo de España, y a los lados, medallones con unas manos heridas en la palma.
La puerta del convento era antigua y de cuarterones. Llamó César en ella. Salió a recibirle un lego de mirada desconfiada, le dijo que esperara y le dejó solo. Pasado algún tiempo volvió y le invitó a que le siguiese.
Recorrieron un pasillo, subieron una escalera que había a la terminación de aquel, y después avanzaron por un corredor del piso principal. A un lado de ese corredor, en su celda, se hallaba el Padre Herreros.
César, después de saludar y de presentarse, al decirle el fraile que se sentara, lo hizo en una silla, cerca de la ventana, de espaldas a la luz.
Comenzó a explicar César a lo que iba; y como la relación la tenía estudiada, mientras hablaba se fijó en la jaula y en la clase de pajarraco que se le presentaba ante los ojos.
El Padre Herreros tenía una cabezota ruda, las cejas negras, cerdosas, la nariz corta, la boca enorme, de dientes amarillos, y el pelo gris. Vestía hábito de color de chocolate, y por la abertura se le veía el cuello hasta el pecho. El gesto de los labios del buen fraile era el de un hombre que quiere pasar por comprensivo e insinuante. El hábito lo llevaba sucio, y sin duda tenía la costumbre de dejar colillas sobre la mesa.
La celda tenía una ventana, y enfrente de esta, un armario con libros. César hizo un esfuerzo para leer los títulos. Eran casi todos libros en latín, de esos que no se leen.
El Padre Herreros comenzó a interrogar a César. En su cerebro, sin duda, se agitaba la cuestión de por qué el sobrino del cardenal Fort se dirigía a él.
Después de muchas palabras inútiles, llegaron al punto concreto que quería abordar César, a hablar de los conocimientos del Padre Herreros en España, y el fraile dijo que conocía una viuda muy rica que tenía fincas en Toledo. Cuando fuera César a Madrid le daría una carta de recomendación para ella.
—Ahora no puedo atenderle más, porque me espera una señora mejicana —dijo el Padre Herreros.
César se levantó, y después de estrechar la gruesa mano del fraile, salió del convento.
Volvió a pie hacia Roma, cruzó de nuevo el río, contempló la isla Tiberina y llegó despacio al hotel. Escribió a su amigo Alzugaray recomendándole que averiguase, por las señas que le daba, quién podía ser la viuda rica que tenía fincas en Toledo.