DESPUÉS de este número de piñata hubo otra serie de figuras y de alegorías, que exigieron un espejo de mano, una vela y una botella. La conversación en el grupo de la señorita Sandoval giró acerca de una porción de cosas y fue a parar a la quiromancia.
La señorita de Sandoval preguntó a César si, como español, sabía leer en las manos el sino de las personas, y él, burlonamente, contestó que sí. Tres o cuatro manos se tendieron hacia César y este dijo lo que le vino a la imaginación, tonterías, bufonadas, impertinencias; de todo.
Si alguno quedaba un poco perplejo al oír las palabras de César, él replicaba:
—No haga usted caso, son tonterías.
Después la señorita Cadet dijo a César que le iba a hacer el horóscopo.
—Bueno; veamos.
La institutriz, que era lista, estudió la mano de César y se expresó en términos sibilinos:
—Tiene usted de todo poco y mucho; no es usted un individuo armónico.
—¿No?
—No. Es usted muy inteligente.
—Gracias.
—Deje usted hablar a la sibila —dijo la de Sandoval.
—Tiene usted un gran sentido lógico —siguió afirmando la institutriz.
—Es posible.
—Es usted bueno y malo; tiene usted mucha y poca imaginación; es usted, al mismo tiempo, muy valiente y muy cobarde. Tiene usted un amor grande, pero dormido, y poca voluntad.
—Poca y… mucha —dijo César.
—No, poca.
—¿Cree usted que tengo poca voluntad?
—Es la mano quien lo dice.
—Sabe usted. La opinión de la mano no me interesa tanto como la de usted, que es una mujer inteligente. ¿Usted cree que no tengo voluntad?
—Una sibila no discute sus afirmaciones.
—Ya está usted preocupado por su falta de voluntad —dijo la de Sandoval, burlonamente.
—Sí, un poco.
—Pues yo creo que tiene usted bastante voluntad —replicó ella—; lo que le falta a usted es ser un poco más amable.
—Afortunadamente para usted y para mí, no es usted tan penetrante en psicología como esta señorita.
—No pienso ganarme la vida diciendo la buenaventura.
—Ni esta señorita creo que tampoco lo piensa. Ya me ha dicho usted lo que soy —añadió César—; dígame usted ahora lo que me ha de pasar.
—A ver —dijo la señorita Cadet—, doble usted la mano. Hará usted un viaje…
—Muy bien; me gusta.
—Entablará usted una lucha fuerte…
—También me gusta.
—Y vencerá usted, y será vencido…
—Eso ya no me gusta tanto.
La señorita Cadet no podía dar otros detalles. Su ciencia sibilina no llegaba más lejos. Durante este intermedio quiromántico, y después de él, se siguió bailando, hasta que ya, cerca de las tres de la mañana, se acabó la fiesta.