ENTRE la gente había un señor que llamó la atención de la señorita Cadet. Estaba aislado de los grupos, pero conocía a todos los que iban llegando. Era este señor grueso, sonriente, afeitado, con una cara redonda, carnosa y sonrosada, y un cuerpo de Sileno. Al hablar arqueaba y fruncía las cejas alternativamente, ponía los ojos en blanco, accionaba con la mano, gruesa y llena, y sonreía, enseñando los dientes.
Su manera de saludar era espléndida.
—Come sta marchessa? —decía—. Cavaliere! Comendatore! La contessina va bene? Oh! Egregio!
Y el buen señor abría los brazos y los cerraba, y parecía querer estrechar sobre su abdomen, cubierto de un chaleco blanco, a la humanidad entera.
—¿Quién será este señor? —preguntó varias veces la señorita Cadet.
—¿Este? Es el signor Sileno Macarroni —dijo César—, comendador de la orden del Vientre Potente, caballero de la Nalga Redonda y de otras distinguidas órdenes.
—Es un cantante —dijo la Brenda a la de Sandoval en voz baja.
—Es un cantante —repitió la de Sandoval a su institutriz en la misma voz.
—Sileno Macarroni es un cantante —añadió con el mismo misterio la señorita Cadet, dirigiéndose a César.
—¿Pero nuestro amigo Macarroni va a cantar? —preguntó César.
La pregunta fue pasando de una persona a otra, y se supo que Macarroni iba a cantar. Efectivamente, el grueso Sileno cantó, y todo el mundo quedó asombrado al oír aquella voz de tenorino saliendo del fondo de una humanidad tan voluminosa. El grueso Sileno tuvo la mala fortuna de soltar un par de gallos en lo mejor de sus gorgoritos, y el pobre quedó acongojado, a pesar de los aplausos.
—¡Pobre Macarroni! —dijo César—. Su corazón de tenorino ha debido de quedar completamente destrozado.
—Se va —añadió la señorita Cadet—. ¡Qué pena! Sileno desapareció, y el pianista comenzó a tocar valses.