A los dos o tres días, al pasar por el corredor, la señora Dawson, saludando a César, le preguntó:
—¿Usted es español?
—Sí, señora.
—¿Pero habla usted francés?
—Muy poco.
—Mi hija también es española.
—Tiene todo el tipo español.
—¿De veras? —preguntó la aludida.
—Completamente.
—Pues me alegro.
Por la noche, después de comer, César volvió a reunirse con la señora Dawson y a hablar con ella. Esta francesa tenía tendencia a filosofar, a criticar y a enterarse de todo. No poseía una gran capacidad de admiración, y lo que veía no llegaba a arrancar de sus labios grandes elogios. No había en sus frases el bello!, bellissimo!, de las señoras italianas, sino una serie de distingos por todo.
La señora Dawson había dejado íntegra su capacidad admiratoria en Francia, y visitaba Italia para llegar cuanto antes a la conclusión de que no había pueblo como París, ni nación como Francia, lo cual a César no le importaba gran cosa afirmar o negar.
La señorita de Sandoval tenía una gran curiosidad por las cosas de España y una idea absurda de todo lo español.
—Parece mentira —pensaba César— lo estúpido que es el francés cuando no se trata de lo suyo.
La señorita de Sandoval hizo a César una porción de preguntas, y después, con un gesto irónico, le dijo:
—Por nosotras no deje usted de ir a hablar con la condesa Brenda, que le está mirando a usted mucho.
César quedó un tanto perplejo; efectivamente, la condesa le miraba de una manera fija y desdeñosa.
—Es una señora muy ilustrada la condesa —dijo César—; creo que les agradaría mucho su trato.
La señora Dawson calló; César se levantó, se despidió de la familia y fue a saludar a la Brenda y a su hija. La condesa le acogió fríamente. César pensó en quedarse el tiempo necesario para cumplir y luego escabullirse, cuando Carminatti, dirigiéndose a él familiarmente y llamándole mío caro, le pidió que le presentara a la señora Dawson.
Lo hizo así, y cuando dejó al bello napolitano apoyado en el respaldo de un sillón al lado de las francesas, pretextó que tenía que escribir una carta y se despidió.
—Veo que es usted un ogro —le dijo la señorita de Sandoval.
—¿Es que quería usted algo de mí?
—No, no; puede usted marcharse.
César se metió en su cuarto.
—A mí no me fastidia esta gente —dijo—; si creen que yo soy un hombre para distraer a las damas, están lucidos.
Al día siguiente, la señora Dawson volvió a hablar a César con mucha afabilidad, y la señorita de Sandoval le dirigió algunas ironías acerca de su manera de ser huraña.
De toda la familia, César conceptuó como la más inteligente a la señorita Cadet.
Era esta una francesa del campo, muy jovial, rubia, de nariz respingona y tipo insignificante. Al hablar tenía unas inflexiones de voz en falsete muy cómicas.
La señorita Cadet se enteraba al momento de todo. César le preguntó en broma acerca de la gente del hotel, y le chocó ver que en tres o cuatro días había averiguado quiénes eran y de dónde venían todos los huéspedes.
Le dijo también la señorita Cadet que Carminatti había enviado una fogosa declaración de amor a la de Sandoval el primer día de verla.
—¡Demonio! —exclamó César—. ¡Qué napolitano más inflamable! Y ella, ¿qué le ha contestado?
—¡Qué le va a contestar! Nada.
—Ya que está usted al corriente de todo cuanto pasa aquí —dijo César—, le voy a hacer una pregunta: ¿qué ruido es ese que hay todas las noches hacia el patio? Siempre estoy pensando en preguntárselo a alguno.
—Pues es para cargar el acumulador del ascensor —contestó la señorita Cadet.
—Me ha sacado usted de una terrible duda que me preocupaba.
—Yo no he oído nunca ese ruido —dijo la señorita de Sandoval, terciando en la conversación.
—Es que su cuarto de usted está hacia la plaza —repuso César—, y el ruido es en el patio; del lado de los pobres.
—¡Pse! No hay que quejarse —replicó la señorita Cadet—; se nos obsequia con música.
—¿Es que usted se considera pobre? —preguntó desdeñosamente a César la señorita de Sandoval.
—Sí, me considero pobre, porque lo soy.
En los días siguientes la señora Dawson y sus hijas fueron presentadas a las demás personas del hotel e intimaron con ellas. La contessina Brenda y las de San Martino entablaron amistades con las francesas, y el napolitano y sus amigos mariposearon entre ellas.
La condesa Brenda, al principio, se mostró algo adusta con la señora Dawson y sus hijas, pero luego fue poco a poco cediendo y concediéndolas su amistad.
La Brenda presentó a las francesas a las demás señoras del hotel; pero, sin duda, sus ideas aristocráticas no le permitían considerar a la señorita Cadet como persona digna de ser presentada, porque al llegar a ella hacía como si no la conociera.
La institutriz, al notar estos desdenes repetidos, se ruborizaba, y una vez murmuró, dirigiéndose a César con las lágrimas próximas a brotar de los ojos:
—¡Está bien lo que hace! No creo que porque sea pobre me tengan que despreciar así.
—No haga usted caso —dijo César en voz alta—; estos burgueses suelen ser bastante groseros.
La señorita de Sandoval miró entre asombrada y severa a César, quien sonriendo añadió:
—Es una historia chusca que estoy contando a la señorita Cadet.
La señora Dawson y sus hijas se hicieron pronto amigas de las personas distinguidas del hotel; sólo la condesa Sciacca, la de Malta, las esquivaba como si la inspiraran un profundo desprecio.
La amistad de la condesa Brenda y de César llegó en pocos días a pasar del límite de la amistad; pero se enfrió también en seguida.