COMENZÓ a llover de nuevo de una manera desastrosa; los días pasaban entre aguaceros y chubascos, con gran desesperación de los forasteros.
Por la noche, la plaza de Esedra, desde el balcón del hotel, presentaba un gran aspecto. Los arcos voltaicos reflejaban sus rayos brillantes en el suelo inundado de agua, y el surtidor de la fuente central tomaba, al ser herido por los haces de luz eléctrica, tonos azules y nacarados.
En el salón del hotel se repetían los bailes. Se protestaba alegremente del mal tiempo.
Poco antes de la mitad de la Cuaresma se presentó en el hotel una familia de París, compuesta por una señora con dos hijas y la señorita de compañía.
Esta familia podía considerársela como representación de la entente cordiale. La madre era francesa, viuda primero de un español, el señor Sandoval, con quien había tenido una hija, y viuda después de un inglés, el señor Dawson, con quien había tenido otra. Madama Dawson era una señora gruesa, imponente, con dos brillantes tremendos en las orejas y los trajes un tanto teatrales; la señorita de Sandoval, la hija mayor, tenía el tipo árabe, los ojos negros, la nariz corva, los labios pálidos, de color de rosa, y la sonrisa maligna, llena de misterio, como si revelara designios inquietos y diabólicos.
Para contraste, su hermanastra, la señorita Dawson, era el tipo perfecto de la inglesa grotesca de pelo de color de remolacha y cara pecosa.
La institutriz, señorita Cadet, no tenía nada de bonita; pero era alegre y vivaracha.
Las cuatro mujeres, sentadas en medio del comedor, un poco secas, un poco displicentes, parecían desafiar, sobre todo los primeros días, a los que quisieran acercarse a ellas; contestaban con frialdad a los saludos ceremoniosos de los demás, y en los bailes ninguna de ellas quería tomar parte.
El bello signor Carminatti dirigió miradas incendiarias a la señorita de Sandoval; pero como esta se mostraba esquiva, una noche, al salir la familia Dawson del comedor, el napolitano dijo, señalando a las damas:
—I protestanti della simpatía.
César celebró la frase, porque estaba bien, y supuso que Carminatti consideraba a aquellas señoras protestantes de la simpatía, porque no se daban cuenta de las gracias que él desplegaba en su obsequio.