PASEOS SOLITARIOS

MUCHAS veces César andaba solo, rumiando sus pensamientos por las calles, ideando posibles combinaciones bursátiles o políticas.

Al desviarse de las calles principales, a cada paso encontraba un rincón que le dejaba sorprendido por su aire fantástico y teatral. De pronto, se encontraba delante de una tapia alta, en cuyo borde se veían estatuas cubiertas de musgo o grandes jarrones de barro cocido. Aquellos adornos se destacaban sobre el follaje oscuro de las encinas romanas y de los altos y negros cipreses. Al final de una calle se enfilaba una alta palmera de ramas curvas en medio de una plaza o un pino redondo como el del jardín del palacio Aldobrandini.

—Esta gente ha sido artista de veras —murmuraba César, y lo decía como un hecho, sin considerarlo elogio ni vituperio.

Su curiosidad se excitaba, a pesar de estar decidido a no parecerse nada a un turista. Las ventanas bajas de un palacio le dejaban ver los techos altísimos pintados o historiados con medallones y letreros; un balcón mostraba, ocultando los barrotes, espesa cortina de hiedras; aquí leía una inscripción en latín grabada en lápida de mármol; allá se asomaba a una calleja negra, con un farol torcido, abierta entre dos casas viejas. En esta parte de Roma, entre el Corso y el Tíber, de callejuelas torcidas y estrechas, le gustaba andar y perderse.

Algunos detalles ya conocidos le regocijaba al verlos de nuevo; se paraba siempre a mirar la calle de la Pillotta, con sus arcos que pasan por encima de la calle, y siempre le daba una impresión de alegría el pequeño mercado de flores de la plaza de España.

Al anochecer, César paseaba por el centro de la ciudad; los bares se llenaban de gente aficionada a tomar golosinas y vino dulce; en las aceras, los vendedores ambulantes voceaban sus chucherías; por el Corso, filas de coches con turistas pasaban de prisa, y volvían algunos carruajes elegantes del Pincio y de la Villa Borghese.

Alguna que otra vez César salió de noche después de comer. Había poca animación en la calle, el teatro no le interesaba y volvía pronto al salón del hotel a charlar con la condesa Brenda.

Después, en su cuarto, escribía a Alzugaray, contándole sus impresiones.