EJERCICIOS DE HIPOCRESÍA

DESDE aquel día Laura, con su perspicacia femenina, notó que la condesa miraba mucho a César y sonreía melancólicamente, y no sólo la madre parecía interesada, sino también la hija.

—No sé mi hermano lo que tiene —pensó Laura—; las mujeres van a él por lo mismo que él no las hace caso. Y él lo sabe, ¡ya lo creo!, aunque hace como que no se entera. ¡La madre y la hija preocupadas por él! Carminatti ha quedado derrotado.

La Brenda sintió de pronto gran simpatía por Laura, y como las dos tenían amistades en la buena sociedad romana, hacían las visitas juntas. Laura se quedó bastante sorprendida al oír decir a César que si no había inconveniente él las acompañaría.

—Pero si la mayoría de nuestras amigas son unas señoras viejas, devotas…

—Mejor.

—Bueno; pero si vas será con la condición de no decir nada que las pueda molestar.

—¡Ah!, claro.

César acompañó a la Brenda y a su hermana a varias casas aristocráticas, y escuchó la misma conversación acerca del rey, del Papa, de los cardenales y de la poca o mucha gente que había en los hoteles. Esto, unido a las murmuraciones, constituía el motivo preferente de conversación en el gran mundo.

César conversaba con las viejas damas, un poco reblandecidas (castanoe molles, como las llamaba Preciozi), con una hipocresía perfecta; contemplaba el clásico decorado de los salones, y mientras oía hablar un francés un poco extraño y un italiano elegante y purísimo, pensaba si entre toda aquella gente papalina habría algo aprovechable para sus ambiciones.

Alguna vez solía encontrar en una reunión un monsignor joven, discreto y sonriente, a quien era indispensable besar el anillo de esmeralda. César lo besaba y se decía: Hagamos ejercicios de tolerancia y de labios.

En muchos de aquellos salones se había desarrollado con gran virulencia la manía de ese juego inglés, especie de tresillo, que se llama el bridge.

César era enemigo de los juegos de cartas. Para un hombre que estudiaba la Bolsa, el mecanismo del juego de cartas era demasiado estúpido para producir interés. No tenía ningún inconveniente en jugar y en perder.

La Brenda y la de San Martino habían adquirido la bridgemanía con gran intensidad, y por las noches solían reunirse en el cuarto de la Brenda a jugar.

César, a la semana de jugar al bridge, vio que se le marchaba el dinero sin sentirlo.

—Oye —le dijo a Laura.

—¿Qué?

—Me tienes que enseñar a jugar al bridge.

—Yo no lo sé, porque no tengo cabeza para esas cosas y se me olvidan las jugadas; pero me han dado un librito que habla de ese juego. Te lo prestaré si quieres.

—Sí, dámelo.

César leyó el librito, aprendió el intríngulis del juego, y las noches siguientes se desquitó de tal manera, que la de San Martino se marchaba a su cuarto con las mejillas encendidas y medio llorando.

—¡Qué canalla eres! —le dijo unos días después Laura, riendo, durante el almuerzo—. Estás desplumando a esas señoras.

—Ellas tienen la culpa. ¿Para qué se aprovecharon de mi ignorancia?

—Han decidido ir a jugar al cuarto de Carminatti sin decirte nada.

—Me alegro.

—Sabes, bambino, que me tengo que marchar por unos días.

—¿Adonde?

—A Nápoles. Vente conmigo.

—No; tengo que hacer aquí. Te acompañaré a la estación.

—¡Ah, pillo! Eres un Don Juan.

—No, querida hermana. Soy un financiero.

—Estoy viendo desde aquí tus víctimas. Pero yo las pondré en guardia. Eres una hiena sedienta de sangre. Como los pieles rojas cabelleras, tú quieres coleccionar corazones.

—Querrás decir cupones.

—No, corazones. Te las quieres echar de simple, pero eres siniestro. Se lo diré a la condesa Brenda y a su hija.

—¿Qué les vas a decir?

—Que eres siniestro, que tienes un corazón de hiena, que quieres martirizarlas.

—No les digas eso, porque van a llegar a enamorarse de mí. Un hombre de corazón de hiena es siempre muy solicitado por las damas.

—Tienes razón. Anda, acompáñame a Nápoles.

—¿Pero es tan aburrido tu marido, hermanita?

—Un poco más de crema y un poco menos de impertinencia, bambino —dijo Laura alargando el plato con un gesto cómico.

César se echó a reír, y después de almorzar acompañó a Laura a la estación y quedó en Roma solo.

Sus dos ocupaciones principales consistían en hacer el amor respetuosamente a la condesa Brenda y en pasear con Preciozi.

La condesa Brenda se ablandaba de una manera manifiesta; de noche, César se sentaba junto a ella y entablaba una conversación seria acerca de puntos de religión y de filosofía. La condesa era una dama ilustrada y religiosa; pero por encima o por debajo de su cultura aparecía la mujer morena, ardiente, todavía joven, de mirada intensa.

César hacía también ejercicios espirituales al hablar con la condesa. Ella llevaba muchas veces la conversación hacia cuestiones de amor, y razonaba, al parecer, con lucidez y claridad, pero se veía que sus ideas acerca del amor eran completamente novelescas. Sin duda, el marido, tranquilo y vulgar, no llenaba el vacío de su alma, porque la condesa estaba descontenta y tenía una vaga esperanza de que por encima o por debajo de la vulgaridad cotidiana había una región misteriosa, en donde reinaba lo inefable.

César, que no creía gran cosa en esta inefabilidad, la escuchaba con cierto asombro, como si aquella mujer opulenta y fuerte fuese una visionaria incapaz de comprender lo real.

Por el día César paseaba con Preciozi y hablaban de sus respectivos proyectos.