—PERO, ¿de veras es usted anticatólico? —preguntó Preciozi.
—¿Pero de veras cree usted que se puede ser católico? —dijo César.
—Yo si, si no no sería cura.
—¿Pero es usted cura porque cree, o hace usted como que cree porque es usted cura?
—Es usted un niño. Tendrá usted odio a los jesuitas como todos los liberales.
—¿Y usted tendrá odio a los masones como todos los católicos?
—No.
—Yo tampoco odio a los jesuitas. Es más, leí en el colegio la historia de San Ignacio de Loyola, y me pareció un gran tipo.
—¡Ya lo creo!
—¿Y los jesuitas tienen fuerza todavía?
—Sí.
—¿De veras?
—Sí, hombre. Ellos dan el sentido a la Iglesia. ¡Oh! A la Compañía no la engaña nadie. Ya ve usted lo que le pasó al cardenal Tindaro.
—No sé lo que le pasó —dijo César con indiferencia.
—¿No?
—No.
—Pues el cardenal Tindaro se prestó a seguir las inspiraciones de la Compañía e hizo a muchos jesuitas cardenales, con el objeto de que cuando muriera León XIII le eligieran a él Papa; pero los jesuitas olfatearon la jugada, y cuando León XIII se agravó, el Consejo de Asistentes de la Compañía se reunió y decidió en él que Tindaro no fuera Papa, y se encargó a la corte de Austria de poner el veto. Llegó la elección, los cardenales-jesuítas dieron a Tindaro una votación nutrida, por agradecimiento, pero calculada para que no le sirviera para elevarle al solio, y por si acaso, el cardenal austriaco y el húngaro traían en el bolsillo el veto de su Imperio contra la elección de Tindaro.
—Y este Tindaro ¿es inteligente?
—¡Sí, ya lo creo; muy inteligente! Por el estilo de León XIII.
—Hombres de valer.
—Sí; pero ninguno de los dos tenía el brío de un Pío IX.
—¿Y el de ahora? ¿Es un pobre hombre, eh?
—No sé, no sé…
—Y la Compañía de Jesús ¿está bien con este Papa?
—Claro. Es hechura suya.
—¿De manera que la Compañía, es realmente fuerte?
—¡Si lo es! ¡Ya lo creo! Hay una regla genial, y obediencia, y conocimiento, y dinero…
—¿Hay también dinero, eh?
—¡Si lo hay! ¡De sobra!
—¿Y cómo lo tiene? ¿En papel?
—En papel, y en fincas, y en industrias; en compañías de barcos, en fábricas…
—Yo sería un director de negocios admirable.
—Pues para eso, su tío el cardenal le podía poner en relaciones con la Compañía.
—¿Es amigo de ellos?
—Uña y carne.
César calló un momento, y luego dijo:
—Y yo que he oído decir que la Compañía de Jesús era, en el fondo, una sociedad anticristiana, una rama de la masonería…
—Macché! —exclamó el abate—. ¿Cómo puede usted creer eso? ¡Oh, no, mi amigo! ¡Qué absurdo!
Luego, viendo que César se echaba a reír, se calmó, pensando si se estaría burlando de él.
Bajaron de la colina, en donde se yergue el monumento a Garibaldi, hasta la explanada de la Escuela Española de Pintura.
La vista era magnífica; la tarde, al caer, clara; el cielo, limpio y transparente. Desde aquella altura el caserío de Roma se ensanchaba silencioso, con un aire de solemnidad, de inmovilidad y de calma. Parecía un pueblo llano, casi hundido; no se notaban sus cuestas ni sus colinas; daba la impresión de una ciudad de piedra encerrada en una campana de cristal.
El mismo cielo, puro y diáfano, aumentaba la sensación de encogimiento y de quietud; ni una nube en el horizonte, ni una mancha de humo en el aire; silencio y reposo por todas partes. La cúpula de San Pedro tenía un color de nube, las florestas del Pincio se enrojecían por el sol, y los montes Albanos mostraban en sus laderas sus pueblecillos blancos y sus risueñas villas.
Preciozi señalaba las cúpulas y las torres; César no le oía y pensaba con cierto espanto:
—Nosotros moriremos, y esas piedras seguirán brillando bajo el sol de otras tardes de invierno.