SALIERON del hotel y entraron en un café de la plaza Esedra. Preciozi hizo una vaga tentativa para pagar, pero César no se lo permitió.
—¿Qué quiere usted que hagamos? —dijo el abate.
—Lo que usted quiera.
—Yo tengo que ir al palacio Altemps un momento.
—¿A ver a mi tío?
—Sí; luego, si le parece a usted, daremos un gran paseo.
—Muy bien.
Fueron hacia el centro por la vía Nacional. Hacía una tarde espléndida de sol.
Preciozi estuvo un momento en el palacio Altemps; César le esperó en la calle. Luego, los dos juntos, salieron frente al castillo de Sant Angelo, cruzaron el río y se acercaron a la Plaza de San Pedro. El ambiente era admirable de claridad y de pureza; el cielo azul suave parecía acariciar los remates y adornos de la gran plaza.
Preciozi se encontró con un fraile sucio, moreno, con las barbas negras y la boca de oreja a oreja. El abate no manifestó gran deseo de pararse a hablar con él, pero el otro le detuvo. Llevaba el tal un hábito de color pardo y un paraguas grande debajo del brazo.
—¡Vaya un tipo! —dijo César cuando se le reunió Preciozi.
—Sí, es un rústico —afirmó el abate con disgusto.
—Este, si ve alguno en el camino, le planta el paraguas en el pecho y le pide la bolsa o la vida… eterna.
—Sí, es un hombre desagradable —replicó Preciozi.
Fueron siguiendo su paseo por la plaza de Cavallegeri, por detrás de las murallas. A medida que iban subiendo una de aquellas colinas se veía más cerca el frontón de San Pedro, con todas las grandes figuras, en piedra, de la cornisa.
—La verdad que ese pobre Cristo hace mal papel ahí en medio —dijo César.
—¡Oh! ¡Oh!, mi amigo —exclamó el abate protestando.
—¡Un plebeyo judío en medio de tanto príncipe de la Iglesia! ¿No le parece a usted un absurdo?
—No. Nada absurdo.
—Verdad es que esta religión de ustedes es carne judía con guiso romano.
—Y la de usted. ¿Cuál es?
—¿La mía? Yo no he pasado del fetichismo. Adoro el vellocino de oro. Como la mayoría de los católicos.
—No lo creo.
Miraron hacia atrás; se veía la cúpula de la gran basílica brillando al sol; luego, a un lado, un viaducto pequeño y una torre.
—¡Qué admirable pájaro tienen ustedes en esa hermosa jaula! —dijo César.
—¿Qué pájaro? —preguntó Preciozi.
—El Papa, amigo Preciozi, el Papa. No el «papa gayo», sino el «papa blanco». ¡Qué pájaro más maravilloso! Tiene un abanico de plumas como el pavo real, habla como las cacatúas; pero se diferencia de ellas en que es infalible, y es infalible porque otro pájaro, también maravilloso, que se llama el Espíritu Santo, le cuenta por las noches todo lo que pasa en la tierra y en el cielo. ¡Qué cosas más pintorescas y más extravagantes!
—Para usted que no tiene fe todo tiene que ser extravagante.
Fueron rodeando César y Preciozi las murallas y leyendo las diversas lápidas de mármol empotradas en ellas, y salieron al Janículo, a la plataforma en donde se levanta la estatua de Garibaldi.