LA IGLESIA Y LA COCINA

CÉSAR mandó traer para el abate, que era muy goloso, vino de Marsala y de Asti.

Mientras Preciozi comía y bebía a dos carrillos, César se dedicó a embromarle. Había traído el mozo unos buñuelos de crema, y advertido que era un plato del día, del día de San José. Laura y Preciozi elogiaron los buñuelos, y César dijo:

—¡Qué religión más admirable la nuestra! Para cada día la Iglesia tiene su santo y su plato especial. La verdad es que la Iglesia católica es muy sabia; ha roto toda relación con la ciencia, pero sigue en buena armonía con la cocina. Como decía hace un momento Preciozi, con gran exactitud, es conmovedora esta estrecha relación que existe entre la Iglesia y la cocina.

—¿Yo le he dicho a usted eso? —preguntó Preciozi—. ¡Qué falsedad!

—No le haga usted caso —dijo Laura.

—Sí, mi querido abate —repuso César—, y hasta creo que ha añadido usted confidencialmente que a veces el Papa, en los jardines del Vaticano, imitando a Francisco I después de la batalla de Pavía, suele decir melancólicamente al secretario de Estado: Todo se ha perdido, menos la fe y… la buena cocina.

—¡Qué bufone! ¡Qué bufone! —exclamó Preciozi con la boca llena.

—Estás dando una prueba de irreligiosidad de mal gusto —dijo Laura—. Sólo los porteros hablan así.

—En estas cuestiones yo soy un portero honorario.

—Está bien; pero debías comprender que hay aquí personas religiosas… como el abate…

—¿Preciozi?… ¡Si es un volteriano!

—¡Oh! ¡Oh! mi amigo…, —exclamó Preciozi vaciando una copa de vino.

—Volterianísimo —siguió diciendo César—. Aquí no hay nadie que tenga fe, nadie que haga el pequeño sacrificio de comer los viernes de vigilia. Aquí estamos destruyendo con nuestros propios dientes una de las más bellas obras de la Iglesia. Ustedes me preguntarán qué obra es esa…

—No, no te preguntamos nada —dijo Laura agitando la mano en el aire.

—Pues es esa admirable armonía alimenticia sostenida por la Iglesia. Durante todo el año estamos autorizados para comer los animales terrestres, y en Cuaresma sólo los acuáticos. Promiscuando así, estamos deshaciendo el equilibrio entre las fuerzas marítimas y terrestres, estamos atentando contra el turno pacífico de la carne y el pescado.

—Es un niño —dijo Preciozi—; hay que dejarlo.

—Sí, pero eso no impide para que mi corazón de español, y de sobrino de cardenal, sangre dolorosamente… ¿Vamos al café, abate?

—Sí, vamos.