LAURA, que bailaba con un oficial, se acercó a su hermano, que estaba como embutido en un rincón, detrás de dos filas de sillas.
—¿Qué haces ahí? —le dijo, parándose y advirtiendo a su caballero que se iba a sentar un momento.
—Nada —contestó César—, estoy esperando a que acabe este vals para marcharme.
—¿No te diviertes?
—¡Pse!
—Sin embargo, hay cosas divertidas.
—¡Ah! Claro. ¿Sabes lo que me ha pasado con la condesa de Brenda?
—¿Qué te ha pasado?
—Que al entrar y darme la mano me ha dicho: ¡Qué calientes tiene usted las manos; en cambio yo las tengo heladas! Y ha tenido mis manos entre las suyas. Es cómico.
—Cómico, ¿por qué?
—¡Qué se yo!
—Es cómico para ti, que no ves más que malas intenciones. Te ha tomado la mano. ¿Quién sabe lo que querrá? ¿Quién sabe si querrá quitarte algo? Ella, que tiene una renta de ochenta o noventa mil liras, quizá quiera pedirte algún dinero.
—No, ya sé que no.
—¿Pues qué temes?
—¡Temer! No temo nada. Me choca solamente.
—Es que lo ves todo con ojos de inquisidor. Hay que desconfiar. Estar siempre en guardia, siempre en acecho. Es una manera de ser de salvaje.
—No digo que no. No tengo ningún entusiasmo por ser civilizado como esa gente. Lo que sí me parece es que el marido de nuestra ilustre y acaudalada amiga lleva interiormente ese porte bonheur, que creo que se llama el cuerno.
—Ah, claro, ¿y no has encontrado que su familia es una familia de asesinos? ¡Qué español! ¡Qué español más salvaje tengo por hermano!
César se echó a reír, y aprovechando el momento en que todos iban al buffet salió de la sala. En el pasillo, en un rincón estaba una de las señoritas de San Martino, la más bonita y espiritual de las dos, con uno de los bailarines, y se oía como rumor de besos.
La rubita lanzó una exclamación de susto; César hizo como que no había notado nada y siguió adelante.
—¡Demonio! —exclamó César—, esa espiritual princesita se refugia en los rincones con un «brigante» de estos. ¡Y luego dirá su madre que sus hijas no saben echar el anzuelo! No sé qué querrá más. Aunque es posible que esta sea la pedagogía del porvenir para las muchachas casaderas.
En la antesala del hotel estaban los dos hijos de la marquesa Sciacca, en compañía de una criada dormida; la niña, sentada en un sofá, contemplaba a su hermano que andaba de un lado a otro con un rollo de papel en la mano. En la antesala, frente a la puerta de entrada del hotel, había un anuncio, que se mudaba todos los días, para indicar las distintas funciones que se representaban por la noche en los teatros de Roma.
El chiquillo paseaba por delante del cartel, y dirigiéndose al público, que era la criada dormida y la niña, gritaba:
—¡Adelante, señores! ¡Adelante! ¡Ahora es el momento! Se va a representar La Geisha, la magnífica opereta inglesa. ¡Vayan pasando! ¡Vayan pasando!
Mientras la madre bailaba en el salón con el napolitano, los chicos se divertían así solos.
—La verdad es que esta civilización es un absurdo. Vuelve locos hasta los chicos —pensó César, y se refugió en su cuarto.
Durante toda la noche oyó desde la cama las notas de los valses y rigodones, las risas y carcajadas y el resbalar de los pies de los bailarines.