EL CICERONE

AL anochecer volvió a la fonda, se mudó y fue al salón. Laura estaba conversando con un joven abate.

—El abate Preciozi… mi hermano César. El abate Preciozi era un familiar del cardenal Fort, y este lo había enviado al hotel para que sirviera de cicerone a su sobrino.

—El tío ha enviado al abate para que te vaya enseñando Roma.

—¡Oh, muchas gracias! —contestó César—. Utilizaré sus conocimientos; pero no quiero que por mí deje sus ocupaciones ni se moleste.

—No, no. Yo estoy a su disposición —replicó el abate—. Su Eminencia me ha dado, la orden de atenderle, y esa no es para mí ninguna molestia.

—¿Comerá usted con nosotros, Preciozi? —dijo Laura.

—¡Oh, marquesa! ¡Tantas gracias!

Y el abate se inclinó ceremoniosamente.

Comieron los tres juntos y después se fueron a charlar al salón. Una de las señoritas de San Martino tocaba la viola y la otra el piano, y les instaron para que luciesen sus habilidades.

El napolitano charlatán revolvió los papeles del musiquero, y después de discutir con las dos contessinas, puso en el atril el Intermezzo de Cavalleria Rusticana.

Tocaron las dos hermanas y el público hizo grandes elogios de su habilidad.

Laura presentó a César y al abate Preciozi a la condesa Brenda y a una señora que acababa de llegar de Malta.

—¿Conocía usted Roma? —le preguntó la condesa a César, en francés.

—No.

—¿Y qué le ha parecido a usted?

—Mi opinión no tiene ningún valor —dijo César—. No soy un artista. Figúrese usted que mi especialidad son las cuestiones financieras. Por ahora, lo que más me ha chocado es que Roma tenga murallas.

—¿No lo sabías? —preguntó Laura.

—No.

—Hijo, veo que tienes una gran ignorancia.

—¿Qué quieres? —replicó César, en castellano. Estoy dispuesto a ignorar todo lo que no me sirva para nada.

César habló burlonamente de una plaza como un agujero desde donde sale una columna blanca parecida a la que hay en París, en la plaza Vendóme.

—¿A qué se refiere? ¿A la columna de Trajano? —preguntó Preciozi.

—Eso debe ser —dijo Laura—. Tengo un hermano que es un bárbaro. ¿No has estado tampoco en el Foro?

—¿Cuál es el Foro? ¿Un sitio donde hay muchas piedras?

—Sí.

—He pasado por allá; había una porción de turistas, muchas señoritas que miraban atentamente los rincones y un señor con una cartera al costado, que mostraba unas columnas con un paraguas. Vi después un despacho de billetes. Es que, sin duda, aquí se paga para entrar —dije—, y como estaba el suelo lleno de barro y no quería mojarme los pies, le pregunté a un golfillo que vendía tarjetas postales qué era aquello. No entendí bien su explicación, que debía ser muy graciosa; confundía los emperadores con la Madonna y los santos. Le di una peseta al chico y tuve que escaparme de allí, porque me seguía a todas partes llamándome excelencia.

—Creo que don César se burla de nosotros —dijo Preciozi.

—No, no.

—Pero, bueno: ¿qué le ha parecido a usted Roma en conjunto? —preguntó el abate.

—Pues la encuentro así como una cosa mixta de gran ciudad monumental y de capital de provincia.

—Es posible —repuso el abate—. Indudablemente, la ciudad de provincias es más ciudad que la gran capital moderna, en donde no se ven más que hoteles elegantes por un lado y barracas horribles por otro. Si viniera usted de América, como yo, vería usted qué agradable le resultaba esta impresión de ciudad que aquí se siente: olvidar aquella geometría, aquellas calles tiradas a cordel, los ángulos rectos…

—Es probable.

El abate parecía tener interés en captarse la amistad de César. Este le dijo que, si quería, podían ir a su cuarto a charlar y a fumar. El abate aceptó con gusto, y César, como hombre desconfiado, pensó si el cardenal le habría enviado al abate para que se enterara de la clase de hombre que era él. Después pensó que a su tío no le debían importar nada sus ideas; pero, por si acaso, se dedicó a despistar al abate, hablando con volubilidad y dando opiniones contradictorias acerca de todo.

Después de charlar largo rato y de dedicarse a la paradoja libre, César pensó que para la primera sesión no lo había hecho del todo mal. Preciozi se despidió, prometiendo volver al día siguiente.

—Si cuenta nuestra conversación a mi tío, el hombre no va a saber qué opinar de mí —pensó César al acostarse—. No estaría de más que Su Eminencia se interesara y me mandara llamar. Pero creo que no, mi tío no debe ser bastante inteligente para tener curiosidad de conocer a un hombre como yo.