OBSERVACIONES DE CÉSAR

EL mozo se asomó a la puerta, anunció que el almuerzo esperaba, y pasaron todos al comedor.

Laura y su hermano se instalaron en una mesa pequeña al lado de la ventana.

El comedor, muy grande y muy alto, ostentaba decoración copiada de algún palacio. Consistía en una tapicería con guirnaldas de flores y medallones. Dentro de cada medallón se veían las letras S.P.Q.R., y algunas frases epicúreas de los latinos: Carpe diem. Post mort nulla voluptas, etc.

—Hermosa decoración, pero mucho frío —dijo César—. Preferiría un poco menos de sentencias y un poco más de calor.

—Eres demasiado exigente —replicó Laura.

Poco después de sentarse todos comenzaron a hablar de mesa a mesa y hasta de un extremo a otro del cuarto. No había entre la gente del hotel esa frialdad clásica que los ingleses han impuesto en todas partes al mismo tiempo que las carnes sangrientas y las salsas embotelladas. César se dedicó en los primeros momentos a la etnología.

—Sólo entre la gente que se encuentra aquí se ve que hay una gran diversidad de tipo étnico en Italia —dijo a Laura—. Ese muchacho rubio y las señoritas de San Martino son seguramente de origen sajón; en cambio, el mozo, ese moreno, es un berberisco.

—Es que el muchacho rubio y las de San Martino son del norte, y el mozo debe ser napolitano o siciliano.

—Es que, además, hay otro tipo: el de aquella señorita morena que está allá, que tiene un aire melancólico. Debe ser un tipo celta. Lo que se ve es que en esta gente hay una gran soltura y una gran elegancia en los movimientos. Son como cómicos que trabajan bien.

Interrumpió las observaciones de César la llegada de una mujer morena, opulenta, que venía de la calle acompañada de su hija, muchacha rubia, gruesa, sonriente y un poco tímida.

Esta señora y Laura se saludaron con mucha ceremonia.

—¿Quién es? —preguntó César en voz baja.

—Es la condesa Brenda —dijo Laura.

—¡También condesa! ¿Pero es que aquí todas las mujeres son condesas?

—No digas tonterías.

En el otro extremo del comedor llevaba la voz cantante, hablando alto y haciendo reír a todo el mundo, un joven napolitano de expresión de polichinela y de gesticulación violenta.

Después de almorzar, César salió de casa a echar unas tarjetas postales, y como estaba lloviendo a chaparrón, se refugió en los arcos de la plaza de Esedra.

Cuando se cansó de andar, volvió al hotel, se metió en su cuarto, encendió la luz y se dedicó a seguir la lectura comenzada del libro de Proudhon sobre el especulador en la Bolsa.

Y mientras leía llegaban del salón las notas de un vals de tzíganos tocado en el piano.