DENTRO de aquella misma orientación, César se mantuvo durante todo el tiempo de la carrera buscando siempre, según sus palabras, el añadir una rueda más a su máquina.
Su vida tenía pocos incidentes: los veranos iba a Valencia, y allí, en la finca, leía y hablaba con los aldeanos. Su madre, entregada a la Iglesia, se ocupaba poco de su hijo.
César concluyó la carrera, y al ser mayor de edad le dieron la parte que le correspondía de su padre.
Inmediatamente tomó el tren, se fue a París y buscó a Yarza. Le explicó sus vagos proyectos de acción. Yarza le escuchó atentamente, y le dijo:
—Quizá te parezca una tontería, pero te voy a dar un libro escrito por mí y que quiero que leas. Se llama Enchiridion Sapientiæ. En mi juventud he sido un poco latinista. En esas páginas, que no llegan a cien, he acumulado mis observaciones acerca del mundo financiero y político. Podría llamarse también Contribución al sentido común o el neomaquiavelismo. Si ves que te sirve, quédate con él.
César leyó el libro con atención concentrada.
—¿Qué te ha parecido? —le dijo Yarza.
—Hay muchas cosas con las cuales no estoy conforme; tendré que pensar de nuevo sobre ellas.
—Bueno, pues quédate con mi Enchiridion y vete a Londres. París es un pueblo que se ha parado. No vale la pena de perder el tiempo estando aquí.
César se fue a Londres, siempre con el pensamiento fijo de emprender algo. De cuando en cuando escribía una carta larga a Ignacio Alzugaray, contándole sus impresiones acerca de la política y las cuestiones financieras.
Estando en Londres se le reunió su hermana y le invitó a ir a Florencia; dos años después le instó para que la acompañase a Roma. César se había negado siempre a visitar la ciudad eterna, hasta que él mismo en aquella ocasión manifestó deseos de ir con su hermana a Roma.